Este sexenio quedará marcado por el reclamo social frente a la rampante corrupción en el sector público. Y es que nunca como ahora se ha dado una exhibición tan profusa de actos de corrupción entre funcionarios públicos, políticos y hombres del dinero como lo visto en estos últimos dos años.
El propio Presidente de la República y su esposa se han visto envueltos en escándalos de corrupción por la operación de compra-venta de una casa en las Lomas de Chapultepec, producto de presunto tráfico de influencias. Un caso parecido se dio a conocer con el secretario de Hacienda y la compra de una casa en Malinalco; pero ni uno ni otro caso han sido aclarados por sus protagonistas con suficiencia ante la opinión pública. Ahora se espera que el secretario de la Función Pública -un funcionario dependiente de Los Pinos en una Secretaría que se encontraba en vías de extinción- ofrezca conclusiones de una investigación que nació cuestionada.
Ni hablar de los llamados moches, esa práctica de extorsión recurrente a través de la que se cobran millones de pesos para entregar recursos presupuestales y en los que han sido sorprendidos legisladores de diversos partidos políticos, como lo hacía sólo la delincuencia organizada que cobra derechos de piso y extorsiona prácticamente en todas las regiones del país.
Moches de legisladores federales, pero también de gobernadores, de presidentes municipales, de funcionarios del Ejecutivo federal, de empresas paraestatales y de miembros del Poder Judicial en sus niveles más altos, según refieren en voz baja empresarios y personas allegadas que han vivido en carne propia estas extorsiones generalizadas en el sector público.
“La corrupción en plena danza”, me decía el otro día un empresario de altos vuelos que me narraba cómo en sus proyectos de inversión en infraestructura debía considerar un porcentaje -de entre 15% y 20% del costo total- para “repartir” entre funcionarios públicos de toda índole que actúan como un verdadero cártel.
Un día sí y otro también aparecen en la prensa casos de corrupción que se multiplican sin importar nivel o color partidista. La corrupción es un cáncer enquistado que -como decía ayer Enrique Cárdenas- pone en “entredicho la viabilidad del Estado mexicano y la de su economía”.
Tan es así que la organización México, ¿Cómo Vamos? ha calculado que en el país se perdieron inversiones por mil 100 millones de dólares en 2014 derivado de la corrupción. Un monto que en realidad luce menor si se toma en cuenta que México califica en el lugar 103 de 175 países en el índice de Transparencia Internacional y que se ubica en el último lugar de la OCDE con el mayor índice de corrupción, amén de que entre las economías de mayor desarrollo de América Latina, México se encuentra a la zaga en relación con la corrupción.
Es una corrupción consentida, dice Otto Granados en un artículo reciente que publica en la revista Nexos, mostrando la cruda realidad de que somos una sociedad tolerante a la corrupción. Y ese solo diagnóstico pone en entredicho la eficacia de la aprobación de nuevas leyes anticorrupción con medidas punitivas, mientras no se incida a través de la educación en valorar la legalidad y la honestidad, combatiendo el no respeto a las leyes; mientras que no se profundice en la desregulación y se profesionalice el servicio público.
El rechazo colectivo de los ciudadanos a la trampa, al abuso sobre el uso de los bienes públicos, a la opacidad que multiplica la corrupción y al desprecio por las leyes, es el gran asunto pendiente.
Acaso lo positivo de esta exhibición grotesca de corrupción en que se ha convertido este sexenio sea el cansancio ciudadano y las pérdidas económicas, sociales y morales de la colectividad que mueven los resortes del rechazo.