Síndrome de una generación marcada por haber vivido un cambio de siglo, incluso de milenio, vamos por la vida realzando episodios, eventos, acontecimientos, cual si no tuvieran par en nuestra era.
Así se nos presentó lo que tendría, lo que debía, lo que supondría ser la mejor pelea que jamás veríamos: privilegiados nosotros por haber nacido puntuales para verla; afortunados por habernos sincronizado con tamaño suceso; predilectos del azar por la coincidencia de tiempos, que ya pudimos haber llegado antes o después y perdérnoslo todo, como se lo perdió quien no presenció el gol de Maradona a Inglaterra, como se lo perdió quien no estuvo cuando Neil Armstrong piso la luna, como se lo perdió quien sólo asistió a la caída del Muro de Berlín en videos posteriores, como se lo perdió quien residía en Londres cuando Queen llenó Wembley y no acudió.
La “Pelea del Siglo” lo fue desde un principio en expectativa, en parafernalia, en explosión mediática, en glamur, sobre todo en dinero. No así en box, no así en despliegue de poderío sobre el cuadrilátero, no así en exhibición deportiva.
Instantes después de la decisión unánime, como niños decepcionados por un absurdo eclipse que falló a la cita (o se oculto en la inoportuna bruma), admitíamos que, claro, la desilusión era de esperarse. Y era de esperarse no sólo porque nada tan rutilantemente publicitado puede valer tanto la pena, sino por el estilo de Floyd Mayweather Junior, experto en la evasión, en la escapatoria, en la estrategia, pero de ninguna forma (y eso no es novedad) en golpear.
Mayweather, tan inalcanzable en su capacidad para hacer dinero como para ser conectado, ganó y con claridad. No fue espectacular, porque no es espectacular. No fue vistoso, porque no es vistoso. No presumió punch, porque no se ha hecho célebre por tener punch.
Por ello podrá cerrar su carrera invicto y presumiendo cetros en cualquier cantidad de divisiones, aunque me temo que eso no lo subirá al pedestal de los Joe Louis, Muhammad Ali, Sugar Ray Robinson, Rocky Marciano, Lennox Lewis, JC Chávez. Ya puede reiterar su supremacía histórica, ya puede aferrarse a las siglas TBE (The Best Ever), ya puede elevar el discurso –innegable– de que ningún contemporáneo suyo logró vencerlo o siquiera incordiarlo, pero el acceso a la más elevada grandeza ha de ser juzgado con base en algo más que certezas estadísticas; ese algo del que Floyd el invicto, personajazo que anunció su ansiedad por despertarse a leer a quienes le critican, carece: con la petulante verborrea de Ali, en ningún caso con su dimensión histórica.
Como todos los rivales del apodado Money, Manny Pacquiao estuvo siempre tarde en tiempo y lejos en espacio; tarde una décima de segundo o tarde una eternidad, lejos un milímetro o lejos una hectárea, lo mismo da: sus envíos rara vez llegaron a la cita con la humanidad más escurridiza que se haya visto. ¿La mejor versión del filipino, seis años atrás, habría aterrizado los puños en la trepitadoria meta? Difícil aseverarlo: porque Floyd es todavía más veterano y, aunque cueste creerlo, parte de sus facultades también han cedido a la edad.
La “Pelea del Siglo” fue, más bien, otra “Pelea del Siglo”; los dos boxeadores más dominantes de una generación, no tuvieron capacidad para competir con lo que les rodeó; el pleito más pedido y esperado, dejó mucho contexto y poco contenido.
Ya vendrá otro acontecimiento a ser clasificado como el mejor del siglo: ¿un platillo récord en estrellas Michelin?, ¿una coreografía?, ¿un salto con efecto radioactivo?, ¿una competencia en levitación o prestidigitación? Lo mismo da, que pronto habrá otro que lo sustituya y a lo que sigue. Eso sí: lo que pase después difícilmente se acercara en cientos millones de dólares a lo que pasó el sábado en Las Vegas.