Todo lo vemos en blanco o negro. Sólo vemos lo que queremos ver. Es un problema serio que se da en todos los niveles, pero que se da con más encono en el debate empresarial.
El grueso de la comunidad ejecutiva descalifica casi por reflejo cualquier proyecto que cuestione sus decisiones -o sugiera condiciones equitativas de competencia- como un retroceso absurdo, sin reparar que el libre mercado requiere de un claro marco de regulación para garantizar su propia libertad; en el otro extremo, la dinámica reduccionista que muestran algunos activistas de izquierda al categorizar a los hombres de negocios como poco más que un grupo de ambiciosos explotadores sólo ha redundado en que el clima de negocios necesario para generar riqueza en México se llene de prejuicios absurdos y estériles.
El maniqueísmo también opera cuando se trata de evaluar el rol del gobierno. La capacidad propositiva de los líderes empresariales es inversamente proporcional a la facilidad con la que se desvinculan de sus obligaciones como fuerzas de cambio en el horizonte nacional.
La clase empresarial latinoamericana abunda en descalificaciones cuando se trata de señalar los males de la clase política, pero cuando se trata de asumir responsabilidades, la autocrítica brilla por su ausencia, como si el quehacer de la sociedad fuera una telenovela, ese género tan enaltecido en la región, en la que sólo existen buenos y malos, pero no coautores del mismo melodrama.
Botón de muestra: según varios sondeos, casi la mitad de los empresarios mexicanos no perciben al soborno o la “mordida” como un conflicto ético si esto les permite operar con mayor facilidad (basta ver la encuesta de indicadores que anualmente publica la revista Expansión al respecto).
¿Cuántas veces hemos visto pronunciamientos de líderes empresariales contra compañías involucradas en casos de corrupción? Las únicas declaraciones que me vienen a la mente son las realizadas hace unas semanas por José Luis Beato, presidente de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) en el DF: “Todos en algún momento, todos, han tenido que dar una mordida para que el documento salga más temprano, y, pues, eso es corrupción. Todos hemos aprovechado a un conocido que teníamos en el gobierno para que nuestro documento salga más temprano. Eso es corrupción. El tráfico de influencias es corrupción. En este país, si no conoces a nadie, no te atienden ni en el Seguro Social”.
No se trata de suplantar al gobierno en la elaboración de políticas públicas o en acciones administrativas; se trata, eso sí, de aceptar que el papel de la empresa ha cambiado radicalmente en la globalización, y que es un error no asumir ese potencial para corresponsabilizarse del estado que hoy guarda el mundo. Es hora de ponerse a trabajar, y la mejor manera de hacerlo es siendo socialmente responsables de una manera genuina e integral, no con una intención cosmética.
La Responsabilidad Social Empresarial (RSE) es una cultura de gestión que vincula a la empresa con el bienestar de la sociedad en cuatro dimensiones básicas: promoción y desarrollo de los integrantes de la organización, ayuda a la mejora constante de la comunidad, ética en la toma de decisiones y sustentabilidad ambiental.
No es solamente un acto aislado de filantropía, una acción mercadológica orientada a la promoción de una causa benéfica ni un recurso retórico para mejorar la imagen corporativa, es una filosofía que permea en todos los niveles de la empresa, con indicadores concretos y aplicables en la praxis y que denota un compromiso sólido de la organización por redimensionar su rol en el mundo. Una empresa es una fuerza de cambio. Es tiempo de asumir la responsabilidad.