La cuarta guerra no será con picos, palas y piedras. Los balones comerciales fungirán como granadas de destrucción nuclear.
La Federación Internacional de Futbol (FIFA) es un ente supranacional porque sus leyes no se asimilan a las de los países en donde se encuentra asentada: eufemismo de gobierno dictatorial.
La FIFA tiene más agremiados (209) que la ONU (193) pero su gobierno tiene rasgos de monopolio: eufemismo de dictadura. Su contenido político se cataloga como soft power. Así, vimos a Sudáfrica, durante su Mundial, redactar una narrativa de integración social frente al apartheid sufrido por Nelson Mandela y también al xenófobo Jean Marie Le Pen con fuertes dolores de hígado al ver a su selección, la francesa, ganar el Mundial en 1998 con una selección mayoritariamente negra.
A la FIFA se le puede considerar un planeta donde sus principales agremiados se reciclan, o no, cada cuatro años. Así, para el próximo certamen cuyo país anfitrión será Rusia, los principales accionistas serán: Adidas, Coca Cola, McDonald’s, Hyundai, Cerveza Bud, Visa y, por supuesto, Gazprom.
La fuerza publicitaria de los accionistas de la FIFA convierte su inversión en posicionamiento a largo plazo. Así, por ejemplo, Coca Cola ingresa a la memoria de quienes conforman la audiencia global para permanecer en pequeños nichos (en el cerebro) que se activan en el momento en el que la persona tiende a asociar al futbol con varios aspectos: bebida, calor, acción, esfuerzo y un largo etcétera que los publicistas logran integrar en sus narrativas comerciales. Pero cuidado. Cuando la corrupción conquista a la FIFA, sus vínculos comerciales son contaminados.
La petrolera Castrol, la farmacéutica Jonhson & Jonhson y la llantera Continental ya no soportan a Joseph Blatter. Terminando el pasado Mundial de Brasil, retiraron su interés publicitario.
En la geopolítica del futbol los intereses corren más rápido que el balón. Ayer, el presidente ruso, Vladimir Putin, entró en acción después de que la fiscal estadunidense, Loretta Lynch, lanzara un operativo en contra de militares de la FIFA acusándoles de corrupción. Crimea II o si se prefiere, Ucrania capítulo lúdico. No lo digo yo. Es el presidente ruso quien sospecha que le quieren arrebatar la organización del Mundial en 2018. Frente a él observa a una especie de selección maldita diseñada por el presidente Barack Obama: en la portería Julian Assange con sus guantes de oro llamados Wikileaks; en la defensa Edward Snowden, el creador más inteligente de sistemas de espionaje que ayudan a conocer las estrategias y tácticas de equipos a los que se enfrenta Estados Unidos; Chelsea Manning como medio campista, y finalmente, Joseph Blatter, el ofensivo que sortea las patadas de Figo o Platini.
Si el Mundial del año pasado debilitó a Dilma Rousseff, dejando su destino en manos de Petrobras, Putin no quiere bromas que salgan de la fiscal elegida por Obama. Si Eric Holder falló con su operativo tipo serie de televisión, Rápido y Furioso, Loretta Lynch (repito, según Putin) le estaría aplicando un operativo, tipo la película Escape a la victoria, protagonizada por el tridente Pelé, Ardiles y Stallone.
Ahora, Putin se convertirá en un estratega militar del futbol. Un presidente de un club que ficha a Blatter para que meta goles de chilena a la portera de Estados Unidos, Loretta Lynch.
En efecto, estamos en el inicio del derrumbe de la FIFA. El peligro es que no tenemos antecedente alguno sobre las externalidades negativas que arroja un caso como éste. ¿Rusia se quedará sin Mundial? ¿Putin tendrá la fuerza para anexarse la FIFA? Lo vimos en Crimea.
No será con picos, palas y piedras; la guerra será con balones de futbol.