Nacieron con siete meses de diferencia y un talento en común: en un deporte habituado a premiar al veloz, al fuerte, al resistente, ellos destacaron por habilidades más dignas de algún filósofo, antropólogo, artista, que de un deportista moderno: reflexionar, contemplar, crear.
A partir de ese punto, Andrea Pirlo (Flero, mayo de 1979) y Xavi Hernández (Terrassa, enero de 1980), lograrían metas similares, a veces adelantándose uno, casi siempre alcanzándolo el otro: campeones mundiales, ejes de sus respectivas selecciones, todos los títulos a nivel de clubes.
La Copa Confederaciones 2013 en Brasil me dio la oportunidad de verlos entrenar cuando ya eran considerados en el mejor de los casos veteranos y en el peor decrépitos (que la prisa es grande para jubilar al poeta, al distinto).
Andrea Pirlo fue el último de los azzurri en brincar a la cancha; inconfundible entre tanto músculo y gel de sus compañeros, se acariciaba la malcriada barba; al tiempo, sostenía un vaso desechable (quiero pensar que con un expreso triple) y padecía para sacar un rayo de mirada de sus espesas ojeras. Al fondo, sus compañeros gritaban, reían, bromeaban, corrían.
Él, heredero futbolístico del Renacimiento, parecía más preocupado por hallar una rima pendiente para su soneto o un trazo idóneo para su plano. Otro trago al presunto café, mentón apoyado en la muñeca derecha y ojos de quien ha sido despertado a la mala. Así, hasta que el seleccionador Cesare Prandelli llamó al plantel para la charla y sus compañeros lo vieron de forma unánime y suplicante: sin ese flacucho y su barba, que se desperezaba, nada en esa Italia era posible. Penso quindi gioco (“Pienso, luego juego”), fue el inmejorable título de su libro; ahí revela que Pep Guardiola intentó integrarlo a ese medio campo del Barcelona en el que habría sido un placer verlo.
La genuina diferencia entre estos personajes, fue lo que tardaron en ser valorados. El Barça siempre supo la dimensión de Xavi, al tiempo que Andrea tardó en ser aquilatado en Italia. El Inter tuvo el gran tino de comprarlo a los diecinueve años y la pésima visión de malvenderlo a su acérrimo rival, el Milán, tres temporadas después.
Pero estaba recordando esas dos sesiones de entrenamiento en Fortaleza. Y lo más destacable de la de Xavi, con España, fue la cantidad de tiempo que pasó hablando con Vicente Del Bosque; aquello más que una charla lucía como mayéutica socrática. Fruncía el seño, gesticulaba, veía al horizonte, señalaba, apoyado mitad en su pequeña y cuadrada humanidad, mitad en un balón que movía, puro instinto, sin darse cuenta.
Para los periodistas es difícil entender cómo quien puede ser tan parco en una conferencia de prensa, se explaya tanto en el diálogo con su entrenador, pero la elocuencia de Xavi resulta insultante y, como muestra, la carta que publicó al morir Luis Aragonés: “Con Luis hicimos la revolución, cambiamos la furia por el balón y le demostramos al mundo que se puede ganar jugando bien (…) ‘Aquí manda usted’, me dijo, ‘y que me critiquen a mí’. La palabra futbol en el diccionario tendría que llevar al lado la foto de Luis. Él es el futbol hecho hombre, el futbol hecho persona”.
Pirlo y Xavi, el bresciano debutante en primera a los 16 años, el catalán a los 18, fueron rivales en Cuartos de Final de los Olímpicos de Sídney 2000, con victoria española. Más tarde, Pirlo tocaría el cielo en Alemania 2006 y Xavi en Sudáfrica 2010, así como se enfrentarían en la Final de la Eurocopa 2012.
Este sábado, en ese mismo Olímpico berlinés que fue pedestal máximo para el apodado L’Architetto, estas vidas paralelas, dignas de las originales narradas por Plutarco, tienen su episodio final. Noventa minutos y la carrera de alta exigencia de los dos habrá terminado. Pirlo irá a Nueva York y Xavi a Qatar. Europa, tan pendiente de correr y sudar, los extrañará en su pensar y crear.