Cada sábado durante casi dos meses, la Plaza de la Constitución frente al Palacio Nacional de la Ciudad de Guatemala se ha desbordado con miles de manifestantes que demandan el fin de la corrupción y la renuncia del presidente Otto Pérez Molina.
La mayoría son jóvenes de clase media, de la generación de los teléfonos celulares, y organizan las manifestaciones sin líderes a través de las redes sociales. Pero en estas marchas también se puede ver a sacerdotes o monjas hombro con hombro con empresarios, y a estudiantes junto a amas de casa, en lo que los analistas llaman ya una movilización de masas sin precedentes que incluso ha cruzado las líneas socioeconómicas, políticas y de clase.
Enfurecidos por las revelaciones recientes de escándalos de corrupción y envalentonados por el encarcelamiento de decenas de sospechosos e incluso por la renuncia de la vicepresidenta, los manifestantes no muestran signos de cejar en su empeño. Y han ido incrementando la presión sobre el gobierno, que culminó esta semana con la decisión de la Corte Suprema de Justicia de dar luz verde a una investigación del Congreso que podría declarar un juicio político contra Pérez Molina.
“Es una expresión de frustración acumulada… que finalmente encontró una forma de expresarse públicamente y de forma masiva”, dijo Eduardo Stein, exvicepresidente de Guatemala y ex ministro de Relaciones Exteriores. “Hubo gente de muchos sectores de la sociedad hartos de la corrupción”.
Pérez Molina no ha sido implicado en ningún delito e insiste en que su intención es cumplir el resto de su mandato que termina a principios del 2016. Pero de todas formas los manifestantes le culpan después de saberse que los escándalos involucran a altos funcionarios de gobierno y de su entera confianza, y será la oposición que lidera el Congreso quién decidirá su destino político.
La primera bomba llegó en abril, cuando las autoridades desarticularon una estructura incrustada en las aduanas en la que funcionarios y particulares presuntamente recibieron sobornos de empresarios para reducir los aranceles sobre las importaciones. Juan Carlos Monzón Rojas, exsecretario privado de la exvicepresidenta Roxana Baldetti, está acusado de liderar la estructura. Monzón es ahora prófugo de la justicia y a Baldetti le han inmovilizado cuentas bancarias, allanado propiedades y le han prohibido salir del país.
Semanas después, la nación fue sacudida por un segundo escándalo en el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, en el que funcionarios supuestamente otorgaron un contrato de 15 millones de dólares para tratamientos a pacientes renales a una empresa que carecía de licencias de salud para brindar esos servicios. Al menos 13 pacientes han muerto desde entonces.
Ambos escándalos quedaron expuestos con la ayuda de una comisión de la ONU establecida en los últimos años para investigar las redes criminales, porque el sistema judicial de Guatemala fue visto como demasiado débil y propenso a estar cooptado por la corrupción para manejar las investigaciones de alto nivel.
En un país de más de 14 millones de habitantes que luchan con problemas sociales crónicos, tales como una tasa de homicidios de 34 por cada 100.000 habitantes, violencia rampante de pandillas, pobreza generalizada y desnutrición infantil, ver a los servidores públicos enriquecerse tan descaradamente fue un punto de inflexión, dijo Adriana Beltrán, analista de seguridad de la Oficina de Washington para América Latina, una organización con sede en Estados Unidos que promueve los derechos humanos en la región.
“Creo que (los escándalos) finalmente demostraron a la población cómo estas redes de la corrupción y el crimen organizado realmente afectan su vida diaria”, dijo Beltrán. “Para que ellos dijeran que ‘pagamos impuestos y el Estado no es capaz de proveer los servicios básicos porque están malversando o robando’, creo que con el tiempo esa fue la gota que desbordó el vaso”.
En un intento por aplacar la indignación de la opinión pública, Pérez Molina ha aceptado la renuncia de varios funcionarios del gabinete —incluido el poderoso ministro del Interior_, despedido a otros y ha iniciado una revisión de algunos contratos del gobierno. En tanto, el Congreso creó comisiones para examinar posibles reformas legales, políticas y sociales.
“Me puedo sentir tranquilo que no he cometido ningún hecho delictivo en relación a estas situaciones”, dijo el jueves Pérez Molina.
Pero una multitud de decenas de miles continúa protestando.
A Guatemala no le son ajenas las protestas. Las marchas indígenas y campesinas suelen ocurrir comúnmente. El movimiento anticorrupción es único para constituir y mantener las manifestaciones en la capital por una multitud diversa, en su mayoría bien educada, que se basa en las redes sociales y los dispositivos móviles.
No hay escenarios, sistemas de audio ni políticos que pronuncien discursos en las marchas. En lugar de ello, los manifestantes levantan los puños, cantan el himno nacional y portan banderas nacionales y carteles que critican a la élite política con gritos de “¡Basta ya!”.
“Pocas personas pensaban que la sociedad guatemalteca reaccionaría como lo hizo”, dijo Pedro Cruz, quien ha participado en varias marchas. “Las protestas son como una primavera democrática donde las personas han salido a las calles para exigir muchas cosas. He visto a la gente despertar”.
El activista Mario Polanco dijo que, por mucho tiempo, los guatemaltecos han tenido miedo de hablar debido a la guerra civil de 1960-1996, durante la cual al menos 245,000 personas murieron o desaparecieron. La mayoría eran indígenas que vivían en las zonas rurales asesinados por el ejército, según la ONU, alimentando las acusaciones de genocidio contra el gobierno de Guatemala. El ejército ha dicho que los muertos eran simpatizantes de los rebeldes.
Durante la guerra, la clase media también estaba aterrorizada por el ejército. “Ahora hay jóvenes que no vivieron la guerra y la represión, y son ellos los que salieron y se sienten con más poder”, dijo Polanco.
El viernes será un momento clave para el futuro de Pérez Molina, cuando los legisladores nombren una comisión investigadora que examinará la cuestión de su inmunidad constitucional procesal. Quitársela podría conducir al equivalente de juicio político.
El presidente, un general retirado de 64 años de edad, asumió el poder en 2012 prometiendo “mano dura” contra el crimen y la impunidad, pero una reciente encuesta realizada por el diario Prensa Libre puso su tasa de aprobación en sólo 38%.
Antes de las elecciones de septiembre para elegir a su sucesor, los manifestantes están fijando sus miras en reformas profundas a un sistema donde la corrupción es vista como la norma.
Las protestas también están dirigidas contra el principal candidato presidencial Manuel Baldizón, quien perdió hace cuatro años contra Pérez Molina y tiene el lema de campaña “Ahora le toca a Baldizón”. Las últimas cinco elecciones presidenciales de Guatemala fueron ganadas por quien quedó en segundo lugar de la contienda anterior.
“¡Baldizón, no te toca!”, gritan los manifestantes en las protestas.
Michael Allison, politólogo de la Universidad de Scranton, campus Pensilvania, especializado en América Central, dijo que los escándalos y las protestas han llevado al país a una encrucijada en la que habrá de decidir si las cosas se mantienen como hasta ahora o si realmente se compromete con una reforma.
“Creo que Guatemala titubea al borde de progreso”, dijo Allison. “La idea es que tal vez todas estas investigaciones en marcha, enjuiciamientos potenciales, podrían llevar a los funcionarios electos a comportarse con más sensatez”.
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