En la historia del entretenimiento, varios han sido los ejemplos de lo que los estadunidenses dan en llamar successful failure o “fracaso exitoso”, que no es otra cosa más que el triunfo que se saca de una serie de acontecimientos negativos de los que parecía no haber salida y apuntaban a un resultado desastroso.

 

A Oprah Winfrey la despidieron de su primer trabajo como comunicadora en Baltimore y terminó siendo la reina de los talk shows y dueña de un emporio televisivo; a Walt Disney le dijeron que “no tenía imaginación ni buenas ideas” cuando lo despidió el editor de un periódico; Fred Astaire fue calificado como alguien que “no puede cantar, no puede bailar y está medio calvo”; y J.K. Rowling estaba en la quiebra, divorciada, con un hijo pequeño y escribiendo la historia de Harry Potter en servilletas, viviendo gracias a la asistencia social británica.

 

Todos ellos superaron las adversidades para convertirse en leyendas, y esto viene a colación porque este 20 de junio se cumplen 40 años del “fracaso exitoso” más famoso de la historia: Tiburón. Más allá de las múltiples historias y datos que se han escrito acerca del filme, la realidad es que, para los estándares actuales, es una película que jamás debió haberse realizado. Tenía que haber sido cancelada y terminado con la entonces incipiente carrera de su director, Steven Spielberg, y cuestionado la capacidad del directivo de Universal Pictures que aprobó semejante atrocidad, Sid Sheinberg.

 

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Razones abundaban: el presupuesto de producción se fue casi hasta el triple; los días de rodaje pasaron de 55 a más de 150; el equipo de producción no creía en el cineasta y prácticamente se amotinó; el tiburón mecánico casi nunca funcionó; dos de los actores (Robert Shaw y Richard Dreyffus) se detestaban en el set; el rodaje inició sin un guión terminado y un largo etcétera. La realidad es que por menos de la mitad de eso muchos productores cancelan proyectos… pero este accidente afortunado, esta “tormenta perfecta” de desatinos, parecía estar destinada a ocurrir para que se unieran los talentos de Spielberg, como cineasta, y John Williams, como compositor.

 

Tomando lo mejor de la escuela que dejaron Alfred Hitchcock y Bernard Herrmann (quien curiosamente murió el año del estreno de Tiburón), ejemplifican el caso de “crear lo más, con lo menos”, sin efectos especiales, ni explosiones, ni una edición frenética o una historia que implique el fin del mundo o una gran amenaza para la humanidad. Simplemente con una cámara bien colocada y un fondo musical que apela a los miedos primigenios del ser humano, Williams y Spielberg hicieron historia, además de traumatizar a toda una generación de turistas que planeaban todo para sus vacaciones… menos ir a la playa. No importa que las cifras indiquen que las posibilidades de morir por el ataque de un escualo son infinitesimales, el “efecto tiburón” se ha implantado en el inconsciente colectivo desde hace cuatro décadas y sigue vigente.

 

La relación entre el espectador y una película cambiaron hace 40 años. Gracias a Tiburón, ya no se trata solamente de ir al cine, sino de vivir una experiencia que incluye toda clase de mercadotecnia posible, compartir la experiencia con la familia, los amigos, y hablar de ello por varios días o semanas, ya sea en persona o a través de las redes sociales. A final de cuentas, se trata de una historia simple, pero contada de manera brutal por un cineasta que, mejor que nadie, sabe que de un “fracaso exitoso” puede surgir una obra maestra. Tiburón es una de ellas.