México es un país dicotómico. De varias formas –prejuiciosas y ridículas– nos clasificamos: pobres y ricos, morenos y güeros, nacos y los “bien”. Existen también divisiones menos notorias pero igual de lacerantes, como el fuero constitucional (inmunidad penal) de miles de servidores públicos (alcaldes, diputados locales y federales, senadores, gobernadores, ministros de la SCJN, secretarios del despacho, el Presidente de la República, entre otros). Unos bajo la ley, otros sobre ella.
Esta figura, que nació para proteger a los funcionarios de las “eventuales acusaciones sin fundamento” del autoritarismo, fue oxidándose gracias a la apertura política del país. Sus fines prácticos perdieron vigencia y se convirtió en una licencia para romper la ley sin ser detenido. Hoy el fuero representa más del México que queremos dejar atrás, que del que intentamos construir.
En abril pasado, el Senado avaló la creación del Sistema Nacional Anticorrupción. En las negociaciones, la eliminación del fuero –incluyendo el del Presidente– se excluyó debido a que el costo de romper los acuerdos generados hasta ese momento era muy alto; toda la reforma podía frenarse por ese único punto. Los guardianes del statu quo ganaron esa batalla. Algunos senadores, como Enrique Burgos (PRI), defendieron la inmunidad del titular del Ejecutivo, argumentando que “el PRI no está en el ánimo de ninguna cobertura que no sea la estrictamente legal y constitucional”, que en español significa dejar las cosas como están.
El PRI y Peña deben mirar el bosque, no los árboles. Apoyar la eliminación del fuero a todos niveles implicaría un muy necesario acercamiento con la ciudadanía así como un parteaguas en la lucha anticorrupción. Peña debe ser el último superpresidente de México.
Desafortunadamente son muy pocos los políticos que promueven la eliminación de este privilegio. El senador Zoé Robledo (PRD) es probablemente el más comprometido con la causa. En mayo pasado lanzó una campaña contra esta prerrogativa, reconociendo que “se ha convertido hoy en una condición que cobija abusos, corrupción y arbitrariedades”.
Eliminar el fuero no debe partir de ánimos vengativos contra los políticos, sino del reconocimiento de que su eliminación ayudaría a recortar distancia entre éstos y la ciudadanía. La primera visión confronta, la segunda reconcilia.
“La política la haces o te la hacen”, leí alguna vez en un artículo del escritor Javier Cercas. En este contexto de indignación social frente a la clase política, los ciudadanos debemos “hacerla”. El fuero aun existe porque hemos dejado que nos la “hagan”.
La crisis de credibilidad que padecen los políticos no admite titubeos. De cara al relevo en la Cámara de Diputados, en septiembre, será crucial reposicionar el tema en la agenda pública, ya que la tentación de volver a desecharlo es grande. El inicio de la nueva legislatura es el mejor momento para exigirle a todos los partidos la discusión del tema.
A partir de hoy esta columna –sin importar el tema que aborde– cerrará con #FueraFuero, en apoyo a los grupos que utilizan ésta y otras frases para promover la eliminación de este privilegio. Invito a columnistas, periodistas, blogueros, a mujeres y hombres de pluma, a que se sumen cerrando así sus textos. No quitemos el dedo del renglón.
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