Según Mario Amparo Casar, académica del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), todas las transacciones que realizamos parecen estar infectadas por el virus.
Se encuentra en el pago de servicios supuestamente gratuitos como la recolección de basura, en el expendio de litros de gasolina que en lugar de tener mil mililitros sólo tienen 900ml, en la emisión de certificados de inglés a maestros que apenas conocen el idioma, en la asignación por herencia de una plaza vacante que debiera ser concursada, en la ocupación privada de un espacio público a cambio de una renta mensual, en la obtención de una comisión por canalizar recursos a un municipio, en el diezmo cobrado a los trabajadores de una dependencia, en la liberación de un delincuente a cambio de una paga, en la asignación de un proyecto de infraestructura que debió ser licitado, en la entrega de información confidencial para ganar una subasta, en la exoneración de la entrega de impuestos que fueron retenidos.
No parece haber escapatoria. Conocemos algunas de sus causas pero no logramos comprender como se concatenan para delinear un estilo de de vida. Sabemos que tiene consecuencias negativas en el crecimiento, que profundiza la desigualdad y disminuye el bienestar. Identificamos a los quela cometen, pero lejos de castigarlos les damos un lugar privilegiado en la sociedad. Hablamos, claro está, de la corrupción: el abuso del poder público para el beneficio privado; el acto de depravar, echar a perder, sobornar, pervertir y dañar en aras de obtener un beneficio material.
Presentado por el CIDE y el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), bajo la coordinación de Casar, el estudio México: Anatomía de la Corrupción presenta una fotografía de cómo nos vemos los mexicanos a nosotros mismos y cómo nos perciben y califican en el mundo en esta materia.
Además de analizar con rigor el fenómeno de la corrupción en la esfera gubernamental, la investigación brinda luces sobre cómo opera en el ámbito empresarial, donde parece dividirse en dos grandes rubros: la corrupción que se da al interior de las mismas o en connivencia con otras compañías, y la que se da en la intersección con el sector público. Si bien la segunda clase de corrupción empresarial es la que genera más atención, lo cierto es que México se caracteriza por un alto grado de desaseo al interior de las organizaciones privadas.
La Encuesta sobre Fraude en México (realizada por la consultora KPMG) reporta que el denominado fraude interno tiene una incidencia de 75% (casi 8 de cada 10 empresas que operan en México han padecido cuando menos un fraude en los últimos doce meses) y el externo (el que realiza una persona ajena a la organización, como puede ser un proveedor o un cliente) de 17%. La corrupción corporativa es un fenómeno extendido y el comparativo internacional señala a México como uno de los países más afectados por el fraude interno.
En lo que se refiere a contubernios entre el sector público y privado, el 44% de las empresas en México reconoció haber pagado un soborno, lo que nos ubica sólo por debajo de Rusia. El 75% de los pagos extraoficiales que hacen las empresas mexicanas se utiliza para agilizar trámites y obtener licencias y permisos. Una tercera parte de estos pagos se entregan a dependencias municipales.
Irónicamente, la mayoría de los mexicanos se cree honesta. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Impacto y Calidad Gubernamental (elaborada por el INEGI), 43% de los mexicanos cree que sus familiares nunca son corruptos, 38% cree que sus vecinos tampoco lo son, y 20% cree que sus compañeros de trabajo son honestos. La corrupción, sin embargo, nos rodea y lastima. ¿Quién la comete? El otro, desde luego.