No hubo desplantes ni pretextos. No hubo justificaciones ni malas caras. No hubo exageraciones ni melodrama. No los hubo ni los iba a haber con él, en la cancha central de Wimbledon.
Roger Federer perdió lo que para muchos era visto como su última oportunidad de incrementar a dieciocho su récord de Grand Slams conquistados, aunque de inmediato, con la elegancia y serenidad que le caracterizan con la raqueta, remató a la línea con el micrófono: “sigo hambriento y motivado para continuar jugando; un partido como el de hoy me ayuda mucho”.
El suizo opuso resistencia a Novak Djokovic mientras pudo y como pudo. Eso alcanzó para dos primeros sets de alarido, para tiros que remiten a lo más grande en su carrera (que es mucho, demasiado, muchísimo decir), para constatar su vigencia no como el número uno de la actualidad, que ese pedestal corresponde al serbio, pero sin duda como el mejor de todos los tiempos y uno de los mejores dos o tres del presente.
¿A qué le puede saber un segundo lugar a quien más veces en la historia ha sido primero? Federer, relajado y un tanto cabizbajo, demostró que no a poco. Todavía dio una especie de vuelta olímpica para ser aclamado y agradecer a un público que lo quiere jugando a perpetuidad.
La palabra clave en esta historia no es “título” o “victoria”, sino la misma que El Rey Roger utilizó tras caer en esta Final: hambre. Una búsqueda simple en internet, que integre las palabras “Federer” y “hambre”, nos permite encontrar numerosas declaraciones suyas en la última década. De hecho, cuando tuve la posibilidad de entrevistarlo en 2011, recurrió a ese término tan indispensable para cualquier proyecto que se emprenda en la vida: no saciarse, querer más, no darse por satisfecho. Y Federer, a las puertas de los treintaicuatro años, desea más, necesita más, ansía más. Puesto a obtenerlo, sigue mejorando ciertas facetas de su juego, dejando su zona confort al cambiar de entrenador, resistiendo a la edad con disciplina y empeño infinitos.
Sólo así puede entenderse que a estas alturas explique que una Final perdida “le ayuda mucho”: porque él, a diferencia del común de las leyendas vivientes, no se da por consumado, no ve su ciclo como algo cerrado, no se basta con el pasado.
Meses atrás, el entrenador de Novak Djokovic, Boris Becker, causaba revuelo al aseverar que Federer y su dirigido, no se caen bien. Incluso criticaba la actitud de Roger, de querer agradar a todos con tal de poseer una imagen impecable que sea idónea para acaparar contratos publicitarios. Si algo de eso hay entre los dos finalistas, que probablemente es así, no se notó en la disputa del cetro. Sin ser efusivos en las felicitaciones, los raquetistas se respetaron de principio a fin. Nole, admitiendo lo que hace falta para derrotar a Federer; Roger, reconociendo al serbio como justo vencedor y comportándose tan digno en el subcampeonato como solía hacerlo en la cima.
Esta historia sigue. Porque de momento no parece existir quien obstruya a Djokovic rumbo a mayor grandeza y porque Federer, como está claro, no ha claudicado.
Su Majestad sigue con hambre y motivación. Una Final perdida sólo se convierte en ganada si de ella se saca provecho (repito su frase: “me ayuda mucho”). Y si algo sabe hacer el insaciable rey, es eso, incluso a las puertas de su cumpleaños treintaicuatro. Acaso esa sea una de las esenciales diferencias, descomunal talento al margen, entre él y tantísimos súbditos.