DONETSK. Para protegerse de los bombardeos del ejército ucraniano, numerosos habitantes de Petrovskiy, un barrio periférico de Donetsk, han encontrado refugio en los búnkers construídos en la era soviética. Viven bajo tierra desde hace meses; suben a la superficie sólo algunas horas al día para buscar trabajo y algo de comer.
En comparación con sus conciudadanos del centro, la gente de Petrovskiy vive la guerra de lleno, en su propia piel, con frecuentes explosiones que hacen temblar las paredes de hormigón armado de los refugios subterráneos.
La reacción a un proyectil que explota a unos cientos de metros de distancia es un lento movimiento con la mano para masajearse la pierna derecha. Svetlana se acurruca en el colchón y, con una sonrisa nerviosa, dice: “Es normal”.
“Al principio asusta, pero luego casi te acostumbras. Aquí no nos pueden alcanzar”. Svetlana nació y se crió en Petrovskiy. Tiene 55 años, es viuda y tiene un hijo de 32 años que se llama Denis.
Su casa la destruyó hace casi un año un proyectil y, por desgracia, junto a la modesta casa estaba también la empresa familiar, una tienda de alimentos.
Tras vagar nueve meses por campos de refugiados en Rusia, a principios de mayo Svetlana y Denis volvieron a Donetsk con la esperanza de que las cosas irían un poco mejor.
Pero estaban completamente equivocados: no hay trabajo, la gente sigue muriendo y de Minsk, donde tienen lugar las negociaciones de paz, tardan mucho en llegar buenas noticias.
“Huimos porque había guerra, volvemos y las cosas siguen igual. No quieren parar. Realmente no sé qué pensar sobre nuestro futuro”, afirma.
“Estamos sentados en un búnker en el distrito de Petrovskiy, donde hay bombardeos continuamente. La gente que vive en el centro de la ciudad lleva una vida normal, va a trabajar y como mucho oye alguna bomba a lo lejos. Nosotros, en cambio, estamos siempre aquí”, dice la mujer.
El barrio de Petrovskiy está en las afueras del norte de Donetsk, en el este de Ucrania. La ciudad está bajo el control de los separatistas pro-rusos, pero a pocos kilómetros se encuentra la aldea de Mariinka, territorio de Ucrania.
De ahí llegan las bombas que intentan alcanzar los diversos puestos militares que hay alrededor de Donetsk, pero a menudo caen en las casas de civiles y las destruyen.
Cuando paran los bombardeos, la vida al aire libre se reanuda. Los refugios subterráneos se han ampliado hasta el punto de que se han creado comunidades de incluso un centenar de personas sin patria y sin hogar.
La patria la perdieron al abrazar, queriendo o sin querer, la causa de los rebeldes y aceptando formar parte de la República Popular de Donetsk; la casa simplemente ha sido eliminada por la artillería pesada.
Viven en un Estado no reconocido por ningún otro país en el mundo y que a lo largo de estos meses sólo ha encontrado el apoyo de Rusia, que les envía ayuda humanitaria a través de la frontera. Y también tropas bien armadas, según denuncia el gobierno ucraniano.
Svetlana y su hijo Denis han encontrado refugio en un búnker construido en los tiempos de la Unión Soviética que está en el interior de una antigua fábrica de componentes eléctricos en Petrovskiy.
A unos cuantos metros bajo el nivel de la calle hay aproximadamente 200 metros cuadrados habitables, distribuidos en cuatro habitaciones grandes. Los muros de hormigón armado sudan humedad y desprenden polvo y tierra cuando la bomba cae demasiado cerca. Una escalera oculta por una densa vegetación conduce hacia el interior del búnker.
Por todas partes hay carteles y ilustraciones sobre lo que hay que hacer en caso de bombardeo o ataques químicos o nucleares. Más por aburrimiento que por necesidad, los habitantes del búnker han memorizado las advertencias.
Hay cables enrollados en el techo, la corriente va y viene, y el agua la ofrecen los que todavía tienen casa en el barrio, como el cuarto de baño para lavarse. Se cocina fuera, en el fuego, pero sólo cuando no hay peligro. De lo contrario, comen alimentos fríos sentados sobre los colchones.
Los hombres de día trabajan o luchan y las mujeres se encargan de la organización del búnker. Como también ha sucedido en la facción de Ucrania, las milicias pro-rusas han ido a la caza de los reservistas.
Faltan hombres pero no armas, y a todos los chicos capacitados para luchar les han dado un rifle, un uniforme de camuflaje comprado en las paradas y se les ha asignado un batallón. Quien tiene familia puede volver por la noche a dormir con su esposa y sus hijos.
A las 23 horas empieza el toque de queda, anunciado por las sirenas, y así por la noche se llena el refugio.
Antes de la guerra Denis trabajaba en una empresa de refrigeradores en Donetsk. Actualmente está en el paro. Todos los días va al centro a buscar trabajo y algo de comer para su madre: “No recibimos dinero del Estado. Recibimos solo ayuda humanitaria, poca, de Rusia”.
“Nos mandan de una administración a la otra, de una organización a la otra. La situación está empeorando día a día. ¿Cuánto tiempo podremos seguir así? Nunca vamos a tener el dinero para reconstruir nuestra casa. La fábrica donde trabajaba está destruida. Será porque estamos bajo tierra, pero no vemos la luz”, remarca.
Denis es uno de los pocos jóvenes que han decidido no tomar las armas contra el ejército ucraniano en defensa de la recién proclamada República Popular de Donetsk.
Tiene las ideas muy claras: “Creo que esta guerra no debería existir porque es un conflicto motivado por los políticos y los hombres de negocios que quieren hacer dinero a costa del sufrimiento de la gente. Por esta razón no he querido unirme al ejército, y los chicos de mi edad, incluso los más jóvenes o más viejos, no tendrían que alistarse”.
“Esto no es una guerra como la que se luchó en contra de Hitler, en la que muchas naciones se aliaron contra el fascismo, es totalmente diferente. Es sólo una guerra librada por el dinero. Yo no he tomado partido por ninguna de las partes y no lo haré. No sé quién de los dos ha comenzado todo esto, sólo sé que no es una guerra justa”, sentencia.