Ese estrecho punto de América, istmo destinado a conectar dos océanos, tuvo repercusiones de todo tipo, empezando por la separación panameña de la original Colombia, pero también deportivas. Fue por mera geopolítica que Panamá tardó tantas décadas en engancharse al futbol.
Precisamente en el período en el que se definían por regiones las pasiones deportivas, a fines del siglo XIX y principios del XX, Panamá era algo más que una prioridad para Estados Unidos; en virtud y como consecuencia de ello, la tierra del futuro canal se abrazó al beisbol. Consumada su independencia de Colombia en 1903, la legión estadounidense de militares, ingenieros, navegantes, trabajadores, evangelizó a los panameños en términos de bates y manoplas, de strikes y outs, de carreras y ponches.
A ese nivel de devoción beisbolera y apatía futbolera sólo llegarían algunas islas del Caribe como Cuba, Puerto Rico y Dominicana (todas ellas también de profunda influencia estadounidense). Aprobado el canal y saturado Panamá de quienes lo abrirían, el beisbol reinó sobre el futbol, caso distinto al común de la América Latina continental (quizá sólo Venezuela siguió tal patrón). Mientras que el común de los países de nueva formación incluso disputan su primer partido amistoso antes de ser reconocidos por la comunidad internacional, Panamá tardó treintaicuatro años en debutar como selección y apenas debutó en eliminatorias mundialistas en el proceso rumbo a Argentina 1978.
El asunto es que tantas décadas después los panameños han girado los ojos a la pelota importada y difundida por los británicos. Hubo jugadores sensacionales como el trágicamente fallecido Rommel Fernández o Julio César Dely Valdés, aunque muy pocos si se comparan con beisbolistas de la dimensión de Manny Sanguillén, Mariano Rivera, Rod Carew, Carlos Lee, Roberto Kelly, Ramiro Mendoza, Omar Moreno o Benjamín Oglivie.
Ese sueño imposible de ir a un Mundial estuvo muy cerca de canalizarse (verbo más que oportuno para el contexto) en Brasil 2014. En la penúltima jornada del Hexagonal, México le sacó la victoria en el Estadio Azteca con la chilena de Raúl Jiménez y en el cotejo final Estados Unidos le volteó el marcador en los últimos instantes. No obstante, su crecimiento ha sido velocísimo y el Tri ha de estar consciente de que este miércoles no va exento de riesgos.
Más allá de lo que Panamá haga, México ha de tener claro que el pase a la final de esta Copa Oro depende de sí mismo, de generar lo que se generó ante Costa Rica, pero esta vez con contundencia y puntería. Resulta difícil aseverarlo cuando se viene de un partido en el que sólo se ganó con un penal mal señalado al límite del segundo tiempo extra, aunque el Tri hizo el pasado domingo su mejor partido en muchísimo tiempo (probablemente desde la victoria en Holanda). Por fin tuvo aplicación defensiva, por fin logró llegada por las dos bandas (aunque esos centros tienen que pulirse con urgencia), por fin fue variado en sus caminos a la portería, por fin expuso un tránsito de balón tan eficaz como la recuperación. No meterla fue un pecado que pudo resultar en la eliminación.
El enigma mexicano tiene que terminar por resolverse este día. Del otro lado estará una selección que, por azares de istmos y geopolítica, tardó muchísimo en engancharse a este deporte, pero que una vez seducida por sus bondades, lo abraza como si siempre le hubiese pertenecido.