Los drones son el videojuego hiperrealista que lo mismo mata en Paquistán (controlado desde Nevada) que cautiva a quienes ingresan al Mixup de Pabellón Polanco para comprar la temporada “N” de la serie de moda. La sensación de controlar a un robot es similar a la de colocar la huella sobre el iPad para que el mundo se abra ante el usuario. No hay algoritmo que escape del App Store: spa del pensamiento o, si se prefiere, hamaca de la glotonería visual.

 

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En la frontera entre la tragedia y el consumo lúdico no existen las garitas. Obama lo sabe. Es el primer monarca de los drones que recibe el premio Nobel de la Paz.

 

Los drones tienen huella humana pero al mismo tiempo hacen las veces de robot autónomo. Como, por ejemplo, el hotel Henn na de Sasebo, Japón, en el que una mujer androide da la bienvenida a los huéspedes nada gregarios; seres que buscan el silencio simulando interactuar con humanos. Los androides que analizan la pupila del huésped para certificar su autenticidad nunca son imprudentes; tampoco niegan la entrada al cuarto en caso de que un par de huéspedes impuntuales, por mencionar una nacionalidad: británica, se presenten dos horas antes de lo pactado. El problema llegará cuando de los ojos del bell boy salgan torpedos en busca de la víctima. Si a El Chapo Guzmán lo hubiera vigilado un androide del Henn na seguramente continuaría enrejado; podría introducirse a la cabina del narcotraficante para ver juntos Sabadazo, el programa estelar del fin de semana.

 

Es el juego de las simulaciones. Como el tuitero compuesto con una ingenuidad inexplicable: todo lo que se publica en la red social es real, más allá de que todo se trate de una mentira creíble. Las redes se han convertido en la máquina de producción de mentiras más eficiente entre los soportes de comunicación. De ahí que la batalla que sostienen los gobiernos frente a la sociedad, la pierdan siempre. Si los tuiteros descuentan que los mensajes políticos son una farsa escrita por robots humanos, entonces ocurre una redundancia mentirosa. Sabemos que mienten y por lo tanto el tono de ataques civiles es similar al de una metralla que agujera las pantallas de las tabletas.

 

El fanatismo del Estado Islámico en redes concatena de manera ingenieril con la sed del tuitero casi siempre fanática. Quien no es fanático en las redes tendrá escasos seguidores. De ahí el éxito de las campañas de reclutamiento de los islamistas en Europa. El califato también es virtual.

 

La prehistoria cohabita con la era de la progresía del conocimiento. Basta con leer las imperdibles listas de las noticias más leídas en las páginas web de cualquier periódico: desde los tics cotidianos de Kim Kardashian al montaje del secuestro de Emma Watson. Con la ausencia de las más leídas los periódicos tendrían que cerrar el negocio. Pasan los años y las secciones de espectáculos continúan elaborándose con la fórmula de la abuelita.

 

La auténtica pasarela es Facebook. Por fin. Un mundo donde no existe el ridículo representa el mayor grado de libertad humana. Sección de sociales de múltiples tribus; hazañas fenomenales donde captar el momento más incoloro de la vitalidad humana se convierte en cientos de likes. La estética elemental de Me gusta es el proceso más eficiente de la comunicación global. Pensar en dedos que suben y nunca bajan. Sentir que las solicitudes de amistad son auténticas solicitudes de amistad. Otra vez, la redundancia de lo banal. Como los drones mismos. Su ornamento fascina a los militares que juegan a los videojuegos de la muerte siempre y cuando las víctimas caigan en Pakistán.