Decíamos ayer –bueno, hace cinco años– que según las estadísticas oficiales, al finalizar el año 2008 aproximadamente 47.2 millones de personas en el país no tenían un ingreso suficiente para satisfacer sus necesidades de acceso a la educación, a los servicios de salud, a la seguridad social, a vivienda digna y lo más elemental: su ingreso era insuficiente para garantizarles acceso a la alimentación. Eran pobres, pues.
A estos 47.2 millones que contabilizó el Coneval en 2008, hay que sumar seis millones, producto de la crisis económica de 2009, y los que se agregaron en 2010, cuyas cifras oficiales no están disponibles. En resumen: de 53 a 55 millones de personas en la pobreza; la mitad del país, pues, añadíamos.
La semana pasada, el mismo Coneval informaba que había en México 55.3 millones de pobres, de los cuales 11.4 millones se encontraban en la pobreza extrema. Y si bien el número de carencias de la población en pobreza disminuyó ligeramente en el periodo analizado, siguen siendo pobres. Y se ve difícil, muy difícil que en el corto y mediano plazo superen esa condición porque los principales factores que inciden en la pobreza (crecimiento económico, generación de empleos y mejor distribución del ingreso) no cambiarán radicalmente.
Y quien lo dude, que vea la Encuesta sobre las Expectativas de los Especialistas en Economía del Sector Privado, que distribuyó ayer el Banco de México, en donde 35 grupos de análisis y consultoría económica del sector privado nacional y extranjero pronostican que el PIB promedio para los próximos 10 años estará arribita del 3.5%.
Seguiremos pues con un crecimiento económico y generación de empleos mediocres; la brecha de la desigualdad, en lugar de achicarse, seguirá siendo más grande, y una mejor distribución del ingreso seguirá siendo un bello sueño. Bueno, si le piden al secretario del Trabajo, Alfonso Navarrete Prida, que con un par de actos de magia convierta lo negativo en positivo, el panorama podría ser distinto.
Hace cinco años decíamos también que el Premio Nobel de Literatura 2010 incluyó en el primer párrafo de su novela Conversación en la catedral, publicada en 1969, la memorable frase: “¿En qué momento se había jodido el Perú?” El escritor peruano nacionalizado español Mario Vargas Llosa hace que su personaje Santiago Zavala “Zavalita” se formule esa pregunta sin respuesta posible, y a partir de ahí se desencadenan los acontecimientos que el protagonista resume desconsoladamente en el arranque de la obra: “todos jodidos, no hay solución”.
Los mexicanos de hoy (2010) tendríamos que sentirnos obligados a plantear una pregunta igual en relación con nuestro propio escenario de la primera década del siglo XXI: ¿En qué momento se jodió México? o mejor dicho: ¿En qué momentos?, porque no fue solamente uno, fueron muchos los momentos que, acumulados a lo largo de los años, conformaron la realidad actual. A la vista de nuestro dramático panorama nacional, tendríamos que pensar –como si fuésemos millones de “Zavalitas”– que estamos “todos jodidos”, aunque ojalá nuestra desesperanza colectiva no llegue tan lejos como para pensar que “no hay solución”.
Recordamos también en el 2010, que al tomar posesión del cargo, todos los presidentes de la República posteriores a la Revolución mexicana, incluyeron en sus discursos, unos con brevedad y otros de manera extensa, sentidas referencias a los pobres y grandilocuentes promesas para sacarlos de la marginación. Es posible que, en su momento, las palabras presidenciales hayan infundido una mínima esperanza en el ánimo de los millones de olvidados de la justicia social, pero ninguno de los depositarios del Poder Ejecutivo federal logró el objetivo anunciado: abatir la miseria en el país.
¿Será que los pobres están condenados a seguir en esa condición para siempre?, preguntan los observadores. ¡Pues depende!, podrían responder los encargados de las políticas públicas. ¿Y cómo de qué depende?, podrían preguntar los 55.3 millones de pobres que había en el 2014. Pues sabrá Dios.