Hace casi 30 años sufrimos uno de los peores terremotos en la historia de este país. Evidentemente no estábamos preparados y las consecuencias fuero terribles. Quizá nunca sepamos realmente cuántas personas murieron esos dos días de septiembre de 1985.

 

Aprendimos de esa muy mala experiencia y aplicamos a los reglamentos de construcción, a nuestra educación cívica y a la tecnología los conocimientos adquiridos y se supone que hoy estamos mejor preparados para enfrentar la inevitabilidad de un sismo en esta zona del país.

 

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Pero eso no lo sabremos realmente hasta que no ocurra el siguiente terremoto, podremos constatar si todo lo hecho, lo aprendido y lo que cambiamos realmente nos ayuda a paliar los efectos de una fuerza que nos resulta hasta hoy impredecible e incontrolable.

 

Pesemos en esos mismos términos en el terreno del mercado cambiario.

 

Durante las últimas tres décadas del siglo pasado no nos preparamos para un movimiento devaluatorio. Las construcciones financieras eran endebles. Le poníamos muchos pisos a la deuda externa y no ancábamos adecuadamente ese edificio.

 

Los cimientos del gasto público eran frágiles y poco profundos, confiábamos en la calidad de las varillas del petróleo a pesar de que sabíamos que nos solía fallar el precio.

 

Y lo peor de todo es que edificamos un tótem de piedra rígida en torno a una paridad fija del peso frente al dólar. Y a pesar de su apariencia moderna su mala construcción y esa rigidez provocaban que cada vez que temblaba el dólar, ese montón de piedras caían por su propio peso, nunca mejor dicho.

 

El sismo de 1985 nos demostró que cayeron las construcciones modernas de mala calidad y que por ejemplo a la Catedral Metropolitana o al Palacio de Bellas Artes no les ocurría nada, precisamente por su buena construcción.

 

Entonces, si el sismo es inevitable, preparémonos para lo inevitable.

 

Realmente la cotización peso-dólar no es ya tan importante, pero si le queremos dar un papel central, al menos veamos qué es lo que sí podemos hacer y qué no está en nuestras manos.

 

El edificio financiero mexicano está mejor construido. Los cimientos son sólidos, construidos con reservas internacionales elevadas, un presupuesto con un déficit bajo y manejable, con una deuda baja y financiada en pesos y a largo plazo.

 

Y sobre todo con la utilización de ese nuevo material de construcción financiera que se llama flexibilidad cambiaria. No las viejas piedras rígidas del tipo de cambio fijo, sino la posibilidad de balancease al rimo de la inevitable fuerza de la turbulencia externa.

 

No hay sismo o perturbación financiera fuertes que no dejen consecuencias. De lo que se trata es de estar lo mejor preparados posible.

 

Si estamos preparados ya sabemos que no hay que salir corriendo cuando empiece el sismo, no salir corriendo a la especulación cambiaria. No correr, no gritar, no empujar, o sea creer que cada depreciación del peso es una nueva crisis.

 

Hoy no hay nada que podamos hacer para defender al peso de la apreciación del dólar frente al mundo. Esa economía está en una transformación monetaria muy importante, la más radical de los últimos tiempos y no hay manera de evitar todos esos grados Richter que sentimos en nuestros mercados.

 

Simplemente hay que saber que nos hemos preparado y esperar que las estructuras financieras del país quizá crujan pero no se desmoronen. Eso es todo.