Fue a las 14:13 horas del viernes 31 de julio, que el periodista Rubén Espinosa envió el último mensaje de WhatsApp desde su celular a un amigo suyo, donde parecía que todo iba bien.
El fotorreportero y su amigo se habían puesto de acuerdo para estar en contacto desde que Espinosa decidió autoexiliarse en Ciudad de México, como protocolo de seguridad que entre periodistas se da.
Tuvo que irse de Xalapa, Veracruz, donde había trabajado durante ocho años, donde han asesinado a 11 periodistas desde 2010 y donde estaba seguro de que su vida corría peligro después de detectar que le seguían.
—“¿Qué onda?”, le preguntó su amigo, un fotógrafo de la capital.
—“Salí con una amiga y con un compa. Me quedé en su casa y apenas ahora voy a la mía”, le respondió Espinosa apenas un minuto más tarde. Tenía prisa. Iba a trabajar esa tarde.
Fue la última vez que su amigo supo de él. Esa misma noche apareció torturado y con un tiro de gracia junto a cuatro mujeres más en el mismo apartamento del que estaba a punto de irse.
Lo que muchos de sus colegas piensan ahora es que las represalias por las fotografías que Espinosa había tomado en Veracruz le siguieron hasta darle caza en la capital.
El procurador del Distrito Federal dijo el martes que aún no es posible descartar ninguna línea de investigación. Que todas continúan abiertas. Incluida la que vincularía el asesinato de Espinosa al ejercicio del periodismo. Pero también explicó que el robo a una de las víctimas era una de las hipótesis.
Hay tres sospechosos. Aparecen en la grabación de una cámara de vigilancia del C4 que muestra como abandonan el edificio 49 minutos después del último mensaje que Espinosa le envió a su amigo.
Si fueron ellos tuvieron que entrar a la vivienda, reducir a cinco personas que se resistieron, atarlas, torturarlas, abusar sexualmente de alguna de ellas, saquear la casa, buscar lo que estaban robando, meterlo en una maleta y salir caminando tranquilamente del edificio en 49 minutos.
Después de llegar a la capital, Espinosa siguió sintiendo que le seguían, que le vigilaban. Contó a sus amigos que un hombre que conocía se le había acercado en un restaurante para preguntarle si era el fotógrafo que había escapado de Veracruz. Que lo mismo le había sucedido una segunda vez, en una fiesta.
Espinosa creció en la capital. Pero se sentía estrechamente vinculado a Xalapa, una pequeña ciudad de provincias intensa desde el punto de vista noticioso y donde había hecho su vida profesional, y en gran medida su vida personal y su visión política. Se había especializado en la cobertura de movimientos sociales.
Rubén vivía con su familia, al norte de la capital. Pero muchas veces se quedaba a dormir en casa de amigos en el centro, por temor a viajar hasta la casa de sus padres de noche con su equipo fotográfico y que le robasen.
Una de las personas con la que se veía a menudo era Nadia Vera, que se había mudado a la capital un año antes y trabajaba en un festival cultural. Crítica con el gobierno de Duarte, organizadora de protestas, activista. Había coincidido con Espinosa en marchas contra la muerte de periodistas.
Vivía en un piso compartido con otras tres chicas en la colonia Narvarte, un barrio tranquilo, seguro y de clase media del centro de Ciudad de México. Una de ellas estudiaba maquillaje. Se cree que otra era colombiana pero nadie lo ha confirmado aún.
Sobre las dos de la mañana del viernes, Vera, Espinosa y otro amigo llegaron al apartamento donde estuvieron comiendo y bebiendo hasta el amanecer. En algún momento, el otro amigo, no identificado, se fue. El fotógrafo se quedó a dormir y se despertó a la hora de comer. Poco antes había llegado a la casa una mujer que trabajaba allí limpiando y una de las compañeras de apartamento de Nadia se había ido a trabajar.
El fotógrafo amigo de Espinosa le envió un mensaje a la 1:58 de la tarde para preguntarle si estaba bien.
—“Yo estuve hasta las 6 de la mañana”, le decía.
La respuesta llegó en un minuto.
—“Yo igual a esa hora terminé. Hoy tengo guardia en la AVC (Agencia Veracruzana de Noticias)”, respondió Espinosa a las 14.11
Dos minutos dijo:
—“Ya voy de salida a la calle”. Fue su último mensaje. Eran las 2:13 de la tarde del viernes.
Un homicidio que impacta a la prensa en México
Aunque la investigación llegue a la conclusión de que la masacre no está relacionada con el fotógrafo asesinado, su muerte ha impactado el círculo periodístico de México y a los defensores de los derechos humanos.
El mensaje que creen haber recibido es que ya no hay lugar en el que refugiarse en uno de los países más peligrosos del mundo para el ejercicio de la libertad de prensa.
Veracruz, en la costa del Golfo de México, es un estado productor de café y petróleo. Es también ruta de paso de migrantes que viajan desde Centroamérica a Estados Unidos. El gobierno local está fuertemente armado y hace años que se le acusa de tener vinculación con los cárteles de la droga que controlan el puerto de la ciudad de Veracruz.
Desde que gobernador Javier Duarte asumió el cargo en 2010, 13 periodistas han sido asesinados. Once dentro del estado y dos después de abandonarlo. Tres más están desaparecidos según el Comité de Protección de Periodistas, una organización internacional con sede en Nueva York.
Aunque nadie ha podido demostrar que el gobernador tenga algo que ver con la violencia contra la prensa, se le critica por el ambiente negativo para el ejercicio de la libertad de expresión en Veracruz. Ha acusado a los periodistas de estar relacionados con el crimen organizado. Ha encarcelado a blogueros y amenazado a un fotógrafo con terminar tras las rejas por denunciar la aparición de autodefensas en el estado.
La administración de Duarte siempre ha sido ágil a la hora de achacar los crímenes contra periodistas a motivos personales. En tres de los casos de más impacto, con reporteros asesinados tras escribir sobre corrupción, las autoridades dijeron que una murió durante un asalto y otro de una venganza personal. En el tercero de los casos se negó a aceptar que la víctima fuera periodista y se escudó diciendo que pluriempleaba como taxista.
Cuando Espinosa abandonó el estado a principios de junio de este año, Juan Mendoza Delgado, otro periodista, murió atropellado por un vehículo cuando llevaba días desaparecido.
Ese es el contexto en el que Espinosa trabajaba para varias agencias de noticias y la revista Proceso, especializada en periodismo de investigación. No cubría narcotráfico ni nota roja, los temas más peligrosos que pueden tocarse en México. Pero fotografiar la represión del gobierno a los movimientos sociales puede acarrear consecuencias nefastas.
El cinco de junio fotografió como un grupo de encapuchados con bates de béisbol atacaba a un grupo de estudiantes universitarios. Pocos días después vio a un grupo de hombres extraños frente a su casa. Le fotografiaron y le empujaron. Sus amigos le dijeron que se fuera. Y se fue.
Cuando llegó al Distrito Federal estableció contacto con Artículo 19, un grupo que defiende a periodistas y les pidió apoyo. Su amigo le propuso monitorear sus movimientos a través de un sistema informal de mensajes. Nunca acudió al mecanismo federal de protección de periodistas del gobierno. La mayoría de los reporteros no confían en que sirva de nada.
Comenzó a recibir terapia psicológica para tratar el miedo y la ansiedad.
No tardó ni una semana en decirles a sus amigos que echaba de menos Xalapa y que quería regresar. Echaba de menos a su pareja, a su perro Cosmos, un cocker spaniel que no se separaría del ataúd el día del entierro de su dueño, su trabajo, su compromiso político.
Pero se le recomendó que no regresara. La muerte de Mendoza atropellado y un fin de semana con 11 muertos en Xalapa no ofrecían una perspectiva demasiado halagüeña.
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