En ese planeta de lo atípico, que es el futbol, nada más peculiar que los directores técnicos. Y en ese submundo de lo extraño, que componen quienes comandan los banquillos, acaso nadie más enigmático que él.
La renuncia de Marcelo Alberto Bielsa (Rosario, 1955) justo después de haber dirigido al Olympique de Marsella en la jornada inaugural del campeonato francés, va de alguna manera en el impredecible, pero coherente tenor que ha seguido su trayectoria.
Su imagen sentado sobre la hielera y bebiendo un expreso con rostro de debate existencial en pleno partido, jamás será olvidada por el Stade Vélodrome; colmo de quien ni siquiera pierde el tiempo en reflexionar en si resulta contracultural o desafía alguna convención social, su pose terminó siendo viral y en la ciudad provenzal los aficionados agotaron las hieleras para contemplar a su estilo los cotejos del club OM.
La cantidad de anécdotas es inmensa. El dispositivo tecnológico que exigió para indagar el desempeño de sus dirigidos en el entrenamiento, las complicaciones a las que eran sometidos sus traductores en un afán de poner en francés lo que Bielsa no dejaba claro en español, su fotografía horas después de un partido en una hamburguesería analizando sus apuntes, su conmovedor discurso tras una derrota con mal arbitraje (“acepten la injusticia que todo se equilibra al final”).
Más inmenso todavía, su impacto. El mayor riesgo que va a contraer la Selección Mexicana si termina por contratarlo, será el desgaste de relación. Y es que en la filosofía del apodado Loco, bajar la intensidad no tiene sitio: para el estudio, para el análisis, para la superación, para el trabajo, para las minuciosidades, para todo detalle real o hipotético, para vencer resistencias, para corto, mediano y largo plazo. Por ello a donde ha llegado y en donde ha dirigido, su efecto ha sido total e inmediato. Por ello, también, casi de todos los sitios salió con relaciones llevadas al límite, deterioro en cada vínculo porque no está en todos sobrevivir a esa perenne densidad.
Su paso por el Espanyol de Barcelona, ahí tuvo al mexicano Germán Villa, quien fuera su pupilo años antes en el América, duró apenas seis cotejos oficiales, cuando escapó a la selección argentina. Con la albiceleste vivió grandísimos momentos, por siempre empañados por el fracaso de Corea-Japón 2002, cuando no superó la primera ronda; de cualquier modo, Marcelo Alberto comenzó el proceso rumbo a Alemania 2006, en el que súbitamente se hizo a un lado al recurrir a uno de sus puntos medulares: que se había terminado la confianza. Algo similar puede decirse del cierre de sus ciclos con la selección chilena (se marchó cuando cambiaron los dirigentes que habían apostado por él) o el Athletic de Bilbao (inconformidades por las obras de mudanza de estadio del equipo).
La constante A es un legado inconmensurable, una mejora de todo, un giro total; la B, un final poco feliz, un final que alivia a todas las partes, un final envuelto en fatiga y urgencia de renovación.
Por sus antecedentes, heterodoxia, metodología y conflictos con el entorno, Marcelo Bielsa parece el seleccionador menos indicado para México, representativo singular en cada una de sus facetas, desde la participación en dos certámenes continentales hasta los amistosos intrascendentes en Estados Unidos. Precisamente por lo anterior, Bielsa puede ser el idóneo: porque sólo alguien con un perfil tan apegado al pasto, a la planeación, a la priorización de lo que sucede en la cancha, a la instauración de esquemas a futuro, esto puede al fin cambiar.
Sus exigencias a la Femexfut seguramente serán más metodológicas que económicas. La federación mexicana sabe en dónde se mete y todo lo que puede crecer de llevar esa delicada misión a buen puerto. El problema radicará en que la relación entre dos entes tan distintos no reviente. Si se le convence de que está en confianza y se le incita a la armonía, el Tri crecerá como nunca.