Caímos en la desgracia de convertir la bendición de ser un país petrolero en la desgracia de ser dependientes de los ingresos por la venta de los energéticos para sostener nuestra viabilidad nacional.
Cuando México se convirtió en los años ochenta en una potencia exportadora de petróleo nos dijeron que deberíamos estar preparados para administrar la abundancia y lo único que hicimos fue ponernos el sombrero de pico, enredarnos en el jorongo y sentarnos a roncar al pie de un cactus.
El sistema político totalitario que padecíamos encontró en los ingresos petroleros la manera de no molestar a su clientela política ni con el pétalo de sus obligaciones fiscales y lo que pudo ser el despegue de México hacia el desarrollo se convirtió en una adicción que acabó por anquilosar nuestras habilidades económicas.
Evidentemente que desde la expropiación petrolera a finales de la década de los años treinta del siglo pasado se empezó a formar la leyenda del petróleo mexicano como parte de nuestra identidad nacional.
Por años, la falta de democracia en este país se compensó con apapachos fiscales. Ciudadanos que pagaran pocos impuestos, que vieran un abundante gasto público y todo a cambio de mantener esa hegemonía tricolor.
Los ochentas fueron el boom de los ingresos y los gobiernos panistas de este siglo también se dejaron caer en esa zona de confort de los ingresos petroleros.
Como parte de la estrategia de hacer de los ciudadanos zombis obedientes en lo político y apapachados en lo fiscal, desde los círculos del gobierno se encargaron de tatuarnos en la piel morena la idea de que el petróleo era parte de nuestra identidad nacional. También nos insertaron en el ADN la errónea información genética de que el peso no podía devaluarse frente al dólar, porque equivalía a ser pisoteados por los gringos.
No sabemos ver al petróleo como una mercancía y a la moneda como un medio de cambio, hay la insistencia de incluirlos entre la serpiente y el águila.
Por eso ahora que México consiguió algo tan positivo como que Estados Unidos acceda a vender unos cuantos barriles de su petróleo de mejor calidad, nos enojamos, nos envolvemos en la bandera y nos arrojamos al vacio.
Las razones técnicas para el intercambio de petróleo pesado mexicano por crudo ligero estadounidense han sido ampliamente expuestas y pasan por la realidad de no haber invertido lo suficiente en Pemex para que no perdiera su capacidad productora de esos energéticos y de adaptación de sus refinerías para los aceites más densos.
Recibir 100 mil barriles diarios de petróleo de los Estados Unidos no es equivalente a la caída de Tenochtitlán, no es la anexión al país de las barras y las estrellas, no es un pisoteo nacional. Es simplemente un buen negocio para surtir nuestras refinerías y producir un poco más de gasolinas nacionales.
Lo que sí debería preocuparnos es que Estados Unidos está dando un primer paso hacia el final de sus prohibiciones internas de vender petróleo al exterior. Hoy le sobran los combustibles y con ese aval de su congreso se convierte en un competidor para nuestro país.
Es ahí donde debemos lamentar que de la fiesta aquella de administrar la abundancia solo nos quedó la cruda de un sector desmantelado, endeudado y que enfrenta un cambio lento y en el peor momento.