Rocas, fermentos, cadáveres, secreciones rancias de glándulas mamarias, regurgitaciones, fibras. En otras palabras: sal, vino, carne, queso, miel, vegetales.

 

A pesar de los argumentos de activistas y fundamentalistas, el ser humano es omnívoro y lo ha sido desde hace miles de años. Hemos evolucionado de la mano de las migraciones, las sequías, las heladas, las guerras y las inundaciones. A excepción de las resinas y el forraje (porque nos faltan dos estómagos), el organismo del ser humano está preparado para alimentarse de cualquier tipo de nutriente.

 

Sin embargo –o incluso– en casos de hambre extrema, le hacemos el feo a los tacos de perro y nos sentimos de lujo cuando comemos crepas de huitlacoche. ¿Por qué hacemos estas distinciones? ¿Por qué accedemos a consumir las secreciones mamarias de otro animal y nos parece repulsivo consumir queso hecho con leche humana?

 

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Resulta que nuestras elecciones alimentarias no se basan en el contenido nutricional ni en el aspecto de los alimentos: comemos lo que pensamos que es bueno para comer. Son nuestras creencias lo que determina qué nos metemos a la boca.

 

Los insectos, cuyo contenido proteínico es tan alto como el de un bistec, resultan repulsivos para un occidental promedio; la carne de caballo, que se consumió sin reparo durante cientos de años en Francia y Bélgica, hoy se mira con recelo en Inglaterra y Latinoamérica; Estados Unidos, bajo el argumento del maltrato animal, ha prohibido la venta de foie gras; y el cerdo, debido a creencias religiosas, sigue estando prohibido en muchos países de Oriente.

 

Los motivos de cada cultura para definir qué es bueno o qué es malo para comer han sido sociabilizados a partir de mandatos religiosos o políticos que con el tiempo se han convertido en tabúes. Hoy no pensaríamos en comer la carne de un soldado enemigo, como sí hacían los mexicas. Y la sola idea de ir a un restaurante donde vendan estofado de fetos de liebre o queso de leche humana nos produce un desasosiego inexplicable. Los alimentos exóticos, extravagantes y escasos suelen producirnos arcadas y escozor; en cambio, si se trata de un platillo disponible en cada esquina, entonces pensamos que es bueno para comer.

 

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Precisamente, en el factor disponibilidad es donde el antropólogo Marvin Harris ha colocado el eje de las decisiones alimentarias. Si bien los tabúes alimentarios son de origen cultural, su trasfondo es, según Harris, llanamente económico.

 

En su libro Bueno para comer, Harris muestra que las decisiones alimentarias de cada cultura fueron construidas con base en un delicado equilibrio: mayor disponibilidad de proteínas a menor costo de obtención. Así, criar cerdos en el desierto, por ejemplo, es una pésima idea; el animal no soporta las altas temperaturas y es casi imposible conseguir la cantidad y el tipo de alimentos que requieren para ser buena fuente de proteína. En corto: o se alimenta el cerdo o se alimenta al clan.

 

Otra de las ecuaciones sugeridas por Harris es que en un territorio con baja densidad poblacional y suficiente terreno de pastoreo, como Argentina, se puede criar ganado. En la India, en cambio, la geografía y la densidad demográfica llevan a buscar la proteína en fuentes vegetales. El ganado toma una posición central como agente agrícola. Si una familia se come al buey, firma su sentencia: la siguiente temporada de lluvias no tendrá arado ni abono para los vegetales.

 

Entonces, ¿por qué si hay tantos perros callejeros disponibles, no los convertimos en relleno para tacos? La respuesta es sencilla (o no tanto). Las decisiones alimentarias parten de principios económicos, pero están cruzados por dilemas éticos. A partir de ellos elegimos, prohibimos, creamos, imaginamos y transgredimos. No somos lo que comemos porque no comemos a los que son como nosotros. Y mientras el hambre y la guerra no digan lo contrario, “perro no come perro”.

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