NUEVA YORK. Carolina Herrera presentó en Nueva York su “vie en rose” cual pieza de arte en la Frick Collection y Jeremy Scott regaló con sus diseños un delicioso caramelo pop mientras que Tommy Hilfiger presentó un viaje al Caribe con influencias reggae pasadas por su mirada de clase bien.
Tommy Hilfiger sigue jugando en el terreno que mejor sabe cada vez que se acerca la Semana de la Moda de Nueva York: sin escatimar en gastos y con una ropa que, en contra de lo que suele suceder, es accesible incluso por los técnicos de sonido del desfile o los periodistas en crisis.
Island Hopping continúa con la tendencia de muchos diseñadores, como Diane von Furstenberg o Ralph Lauren, que este año han decidido devolverle al verano su condición vacacional y Hilfiger ha apostado por inspirarse en sus propios descansos estivales en la isla caribeña de Mustique.
Así, para mostrar su ropa, que describe como “bohemia, con un regusto a rasta y muy insular”, recreó en Nueva York una playa caribeña con su arena real, su chiringuito y su pequeño lago, en el que chapotearon las modelos.
“El agua es una de las grandes fuerzas del mundo, pero también tiene un efecto calmante. Hay un sentimiento, una vibración en ella relaja a la gente”, asegura el diseñador en una entrevista con EFE.
Efectivamente, aunque la rasta nunca jamás aparecería en sus chicas preppy, sí lo hacen los sombreros jamaicanos, el ganchillo (crochet) incluso para los bikinis y los trikinis y se explora ese grado de desnudez que solo es permitida en la ropa de baño.
Después de ese partido de strip-tenis que jugó Rafael Nadal hace unos días en Nueva York para promocionar la colección de ropa interior del diseñador estadounidense, ¿está Tommy Hilfiger más picarón que nunca?
“Rafael estaba muy sexy y muy ‘cool’ en ropa interior, pero en esta colección, que es femenina, por supuesto, hay una sexualidad ‘chic’ en todo lo que se ve, tape o no tape. Hay mucha ropa de baño, muchos vestidos vaporosos… Es un aspecto playero y hay sexualidad en él”, explica.
Toda la ropa tiene un aspecto artesano, como si viniera del mercadillo más esmerado y esterilizado del mundo. “En esta colección hay mucho trabajo manual. Cuentas, ganchillo, punto, muchas rayas. Muchos colores ricos, mucho descolorido isleño, muchos brillos, muchos bañador, tejidos ligeros y vaporosos y un poco de inspiración militar”.
Sonando a todo volumen, por supuesto, Bob Marley, y en los estampados vegetales, exhuberantes flores tropicales, como si salieran del pelo de una tahitiana de Paul Gaugin.
En la otra cara de la moneda, siempre compartiendo jornada pero nunca compitiendo en la misma categoría, la veterana Carolina Herrera, gran dama de la moda neoyorquina de la señora acaudalada del Upper East Side, se entregó sin complejo a ese rosa (fucsia, rosa palo, rosa chicle) habitualmente asociado a la feminidad más recalcitrante.
Con una primera fila en la que estuvo la actriz Penélope Cruz, Herrera, que nunca ha tenido miedo a ser acusada de conservadora, aprovechó el cambio de sede de la Semana de la Moda para reubicar sus desfiles y hacerlos más elitistas. Esta vez, en su propio barrio y en un museo, la prestigiosa Frick Collection, donde sus diseños de midieron con obras de grandes pintores como El Greco o Rembrandt.
La audacia textil, como siempre, fue irreprochable, cubriendo con transparencias y juegos volumétricos a la “mujer Herrera” (que no es cualquier mujer) y creando una sensación de verano fresco, sin complicaciones ni sudores.
Llegada la noche, la venezolana saca su artillería y hoy volvió a ofrecer, al menos, un par de modelos que, sin duda, acabarán en alguna alfombra roja (o rosa) en los próximos meses.
Y como antídoto a tanta alta alcurnia, llegó el a veces genial a veces demasiado petardo Jeremy Scott, que se quedó afortunadamente en la primera categoría con una colección llena de referencias pop y mucho sentido del humor.
El también director creativo de Moschino ofreció un festival de iconos como Brigitte Bardot, Barbarella o las chicas Bond, para elevar a una mujer abonada al minivestido y la maxipeluca, a los charoles, los colores vivos y a un ombligo al aire gracias a la hegemonía del top o incluso algún que otro bolero.
En este divertidísimo guateque, los colores están pasados por un filtro psicodélico, una visión televisiva (con pantallas como motivos para el estampado) o un toque “warholiano” y las texturas brillantes y acharoladas o plastificadas, casi caramelizadas. Un desfile muy dulce y muy picante a la vez.