No hay peor resumen para la carrera de un jugador que tener mucho más que decir de lo que hace fuera de la cancha que sobre el césped.
Así ha sido la trayectoria de Ángel Reyna: siempre el escándalo, la indisciplina, los comportamientos extraños, han superado por goleada al desempeño futbolístico.
La cantidad de oportunidades de las que ha dispuesto, es inmensa. Cada que ha parecido que se agotaba la fe en sus posibilidades, surgió algún esperanzado directivo que volvió a creer en él, en incitarlo a limitarse a jugar, en persuadirlo de por fin abocarse a explotar el grandísimo potencial que de origen tiene. En pocas palabras, que quien le ha dado trabajo en los últimos cinco años, lo ha hecho partiendo de la premisa de que lo haría cambiar… y todos se equivocaron, y todos se arrepintieron.
Nada de qué sorprendernos si consideramos cada episodio en su convulsa carrera. Allá donde fue, en algún punto prometió, insinuó, ilusionó, y, posteriormente, se enemistó. Es su carácter, es su actitud, es la losa que pesa sobre el indiscutible talento que se ha ocupado en diluir año con año.
Jorge Vergara recibió numerosas advertencias al firmarlo: se trataba de una bomba de relojería. A cambio, podía ser que Chivas contratara a uno de los pocos elementos mexicanos con tamaña capacidad de desequilibro, con tanto talento, con ese cambio de ritmo y visión que resuelve partidos.
A sus 31 años, es el mismo Ángel Reyna de siempre. Siendo sinceros, no es demasiado relevante en dónde se haya sentado a ver el cotejo de la Copa MX. Es relevante que sólo así vuelva a dar de qué hablar. Tan lejos del área rival, que habría de ser su zona permanente; tan cerca de la tempestad.