A lo largo de su carrera, Steven Spielberg ha pasado de ser el “Rey Midas” de Hollywood, creador de grandes blockbusters, amado por millones y odiado por otros tantos debido a su sentimentalismo, a ser un cineasta más serio que, poco a poco, se ha ido ganando el respeto de quienes antes lo criticaban sin piedad. No importa que ya haya ganado un par de premios Oscar como Mejor Director, pues siempre que una película incluye en su título la leyenda “Una película de Steven Spielberg”, genera controversia.

 

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Lo que más se le ha criticado siempre es su tendencia a mostrar finales felices, a mostrar siempre el triunfo del bien y/o de los ideales estadunidenses, aunque se le reconoce su maestría técnica y su gran talento para contar historias, recrear épocas o usar, como nadie, los efectos especiales. De que se ha ganado el respeto de la mayoría, no cabe duda, pero pareciera ser que sólo lo logra cuando se pone en plan serio o reflexivo, teniendo como resultado final que dichos filmes casi siempre están nominados al Oscar como Mejor Película.

 

Para muestra basta un botón, pues de los siete filmes que ha dirigido y que han competido por la dorada estatuilla, seis son dramas (El Color Púrpura, La Lista de Schindler, Rescatando al Soldado Ryan, Munich, Caballo de Guerra y Lincoln), y sólo una fantasía (E.T.). Y es que el Spielberg actual se ha convertido en un cineasta mucho más sereno, reflexivo, que gusta de realizar filmes en los que no necesita hacer uso de grandes efectos visuales, batallas o secuencias de acción para captar la atención del público.

 

Cintas incluso consideradas “menores” dentro de su carrera, como Atrápame si puedes, La Terminal y Caballo de Guerra, o más reconocidas como Munich y Lincoln, han mostrado a un Spielberg más interesado en contar una historia que en disfrazarla con pirotecnia fílmica.

 

Ese es el caso de su más reciente cinta, Puente de Espías, en la que examina un episodio poco conocido de la Guerra Fría y en la que, a base de sólidas actuaciones, un intenso pero al mismo tiempo contenido guión coescrito por los hermanos Joel y Ethan Coen, y una narrativa visual en la que demuestra su larga experiencia para atrapar al espectador, logra un filme que seguramente no hará una gran cantidad de dólares en taquilla, pero que ha sido alabado por la crítica y que seguramente estará peleando en enero, cuando se den a conocer las nominaciones al Oscar.

 

La historia está basada en James Donovan, un abogado de seguros que es utilizado por el gobierno de Estados Unidos para que se haga cargo, primero, de la defensa de un espía soviético juzgado y sentenciado a muerte en ese país y, después, para intercambiarlo por un militar estadunidense que fue capturado en la Alemania Oriental.

 

Confiando en el trabajo de un estupendo Tom Hanks (en su mejor versión de un moderno James Stewart, representante del estadunidense promedio de una época ya ida y defensor de la moral y la justicia), Spielberg logra uno de esos filmes en los que, de entrada, parece que no pasa nada aunque ocurra de todo.

 

Puente de Espías es una rareza de esas que da gusto encontrarse en los cines, sobre todo después de una temporada veraniega fílmica llena de excesos por todos lados. Aquí Spielberg se toma su tiempo, mostrando el gusto actual que tiene por ir armando poco a poco la trama (junto a su editor y fotógrafo de cabecera, Michael Kahn y Janusz Kaminski, respectivamente) y contrario al Spielberg productor de Mundo Jurásico, en el que todo es elevado a la enésima potencia. Spielberg, el productor, sigue gustando de la acción; Spielberg, el director, cuenta historias.

 

Apoyado por un sólido equipo, un mejor elenco y un buen trabajo de Thomas Newman en el score (primera vez en 30 años que no trabaja con John Williams, debido a problemas de salud y agenda de este último), Spielberg logra quizá uno de sus trabajos más finos en años, demostrando que en el Hollywood actual no hay nadie como él para contar historias.