Acabo de ver en redes sociales una imagen llamativa: un meme de una niña indígena, con su ropa, sombrero y huaraches, saltando alegremente sobre un pie, en lo que parece ser terracería. La pequeña no debe pasar los siete años. Porta una sonrisa natural, de esas que a uno le provocan imitar el gesto sin querer. El texto superpuesto en ésta decía, literalmente: “No es de pelo rubio y piel clara, ni tampoco la viste con atuendos finos…pero la grandeza y finura la lleva impregnada en el corazón y en la sangre de ser una auténtica mexicana”. Estos discursos que etiquetan a nuestro indigenismo anterior a la Conquista como el “verdadero” México, suelen originarse de visiones románticas pero excluyentes. Para bien o para mal, México –como idea, territorio y población– es lo que surgió de aquel choque de civilizaciones, no sólo de lo que era antes. Nuestro indigenismo merece apreciarse, enriquecerse y fomentarse, lo que no debe hacerse es decir que sólo éste es “verdaderamente” mexicano.

 

Yo no soy lo que aquí en México entendemos como “moreno”. No uso ropajes tradicionales y desde que tenía como 10 años no ando en huaraches. Pero, pues, me siento muy mexicano. No más que los demás sino igual. Aquí nací y no Mixteco_tendría porque no sentirlo. Sé que mucho del internet no debe tomarse en serio, pero el texto de esta imagen tiene un trasfondo; habla de pureza, de mexicanos más puros que otros. Ante el falso y ridículo determinismo de sangre, que fomenta orgullos raciales en todas las tonalidades de piel, la única verdad debería ser la ley: no hay niveles de mexicanidad, ésta la da el nacimiento o la naturalización. Punto. Y eso aún no se enseña en escuelas mexicanas con la importancia que amerita. En primaria, uno aprende tablas matemáticas, fracciones y la historia oficial. Nos graban en la cabeza que nueve veces nueve son 81. Pero, ¿por qué no nos graban también que no hay mexicanos de segunda o impuros? Recuerdo a miss Ámbar desesperada porque yo no entendía unas divisiones, pero no a alguien que, en el ámbito escolar, me dijera: “Alonso, ni tú ni nadie vale más ni menos que otra persona. Grábatelo”.

 

En una ocasión, mi familia y yo estábamos vacacionando en Estados Unidos. Paseábamos en un centro comercial y hablábamos español entre nosotros. Al entrar en una tienda, nos acercamos a ver unas prendas de ropa. Ahí también estaba una señora con un niño pequeño, supongo que su hijo. Segundos después, y sin haber interactuado con ellos, escuché a ella decir, “come on, honey, they came from the south” –algo así como “vámonos, cariño, vinieron desde el sur”, en obvia referencia a nosotros y muy posiblemente a México– y alejó al niño. Yo tenía unos 15 años. A esa edad, uno no mide el tamaño de ignorancia que alguien debe portar para enseñarle algo así a un niño. Por favor, no hagamos personas así en este país.

 

Según la última Encuesta Nacional sobre Discriminación en México (Enadis), del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, “seis de cada diez personas (…) consideran que la riqueza es el factor que más divide a la sociedad, seguido por los partidos políticos y la educación”. Si a estos elementos le agregamos una sensación de pureza o superioridad –desde cualquier tono de piel u origen étnico–, sólo se reafirman estas divisiones.

 

Desmitificar la seudopureza mexicana nos beneficiaría en conjunto; es algo que debe hacerse de manera sistemática desde las aulas, casi como una materia. La peor división es la invisible, la que no te recuerda constantemente que está ahí porque no es algo tangible, la que no te muestra en dónde tender el puente. Como, por ejemplo, un prejuicio racista.