Fue cuestión de que el futbolista ascendiera a estatus de estrella pop o rockstar, para que emergiera una de las facetas que le hacen mayor daño: asumirse más allá del bien y del mal, habituarse a que todo le será aplaudido, sentirse no solamente buen jugador, sino poderoso, glamuroso, simpático, interesante, incluso impune e invencible.
Suena sencillo juzgarlos para quienes nunca seremos aclamados como ellos lo son, ni correteados por groupies en cualquier ciudad del mundo en la que pongamos pie, ni alabados hasta límites insospechados por propios y extraños. Suena simple opinar para los que jamás viviremos tan vertiginoso ascenso en la pirámide social y económica. No obstante, es un problema grave.
Durante la conferencia de prensa posterior al partido Getafe-Barcelona, las estrellas blaugranas interrumpieron la comparecencia de un rival ante los medios, con gritos de noche de brujas y disfrazados por Halloween. Una falta de respeto tan grande, que si se la hacen a Luis Suárez o Gerard Piqué tras haber perdido un partido, no descarto que se levantaran dispuestos a repartir golpes. El Barça se disculpó a nivel institucional, pero eso no modifica la desagradable sensación de ese comportamiento. Seguramente quienes lo efectuaron estaban convencidos de que simplemente resultaban simpáticos, y es que el común de quienes les tratan les enfatizan constantemente que, hagan lo que hagan, lo son.
Esto, justo el mismo fin de semana en que Karim Benzema, atacante francés del Real Madrid, tuvo su enésimo problema por conducir a exceso de velocidad. Algo similar se extrae de lo que confiesa Zlatan Ibrahimovic en su espléndida autobiografía, recientemente publicada en español: que a él le gusta correr, que necesita esa adrenalina, que es su adicción. Todo bueno, pero, ¿y quienes pasan por la calle al mismo tiempo, viéndose expuestos a riesgos adicionales, qué culpa tienen de sus pasatiempos?, ¿y qué con ellos mismos, que aunque lleguen a dudarlo, son tan propensos a un daño físico como cualquier mortal que no hace arte con el balón?
Halloween suele emocionar más a los pequeños que a treintañeros millonarios, pero también se vio al defensa Sergio Ramos al volante, disfrazado y maquillado. ¿Qué sucede? Que la rutina que llevan los convence de que continúan siendo niños, que la vida es juego, que todo se vale a cambio de pasarla bien un rato (por supuesto que lo de Ramos, a diferencia de lo de la conferencia de prensa interrumpida, es su derecho y que se sepa no afectó a nadie).
La vida no tiene que ser tan seria y nadie se atrevería a exigirles comportarse como monjes tibetanos. Tienen derecho a divertirse, a disfrutar de sus millones bien ganados, a relajarse tras períodos de alta tensión competitiva. No obstante, está claro que el trato de rockstars les impide vislumbrar un límite.
Como me decían los legendarios Raúl González y Javier Zanetti en algún diálogo fuera del aire durante los programas del Mundial 2014: todo suele empezar con los familiares y los más cercanos, que con tal se mantenerse cerca o sacar tajada del rutilante éxito, les repiten a cada minuto lo inmensos que son y lo poco que los merece el mundo.