La final soñada del pasado Mundial, esa que se ideó y trazó desde un principio en el calendario del torneo, era entre los gigantes sudamericanos.
Bajo la noción de que hasta entonces había imperado la versión futbolera de la Doctrina Monroe y que las Copas del Mundo en América siempre habían sido para americanos, qué mejor desenlace en Maracaná que el gran clásico del continente.
Para mala suerte de los anfitriones, su selección se descarriló en semifinales (o, más bien, Alemania la arrolló), al tiempo que los albicelestes lograron acceder a la cota tras vencer a Holanda en penales.
Ese día comenzó a especularse que los brasileños querían ver campeón a Argentina: que si por afán revanchista contra los germanos; que si por fraternidad latinoamericana; que si por asumir una nueva etapa, más cooperativa y menos ríspida, entre los dos pueblos.
La realidad no pudo ser más opuesta. Fastidiados de escuchar afrentas durante un mes (el pegajoso “Brasil, decime que se siente, tener en casa a tu papá”), heridos por el propio fracaso verdeamarela (para entonces ya también goleados en el duelo por el tercer sitio) y espantados de presenciar una imagen que a perpetuidad les perseguiría (Messi alzando el trofeo en Maracaná, vuelta olímpica albiceleste, especie de colonización simbólica de su santuario), los locales fueron alemanes ese día.
Todavía al amanecer siguiente, un periódico brasileño titulaba aliviado que los teutones se habían coronado y que Pelé todavía tiene más títulos mundiales que “los hermanos” (así, en español, como se refieren a sus vecinos argentinos).
Más allá de lo que sucedió ese domingo en Río de Janeiro, hablamos de una rivalidad casi tan antigua como la división del hemisferio sur de América entre Portugal y España. Esta incrementó a lo largo de confrontaciones, disputas territoriales, el surgimiento de Uruguay como amortiguador entre los dos colosos y la creación de la identidad de estos pueblos, tan dependiente de la contraposición de uno respecto al otro.
Los argentinos anularon buena parte de su pasado y centraron el discurso en el inmigrante europeo. Los brasileños simplificaron el país acaso más variado del planeta y se enfocaron en el mulato de ritmo, carnaval y playa. En las dos situaciones, con el futbol desempeñando un rol determinante para integrar una población que crecía y no se entendía o amalgamaba.
Si algunos dicen que se come como se es, en Sudamérica habría que decir que, más bien, se juega futbol como se quiere demostrar que se puede ser. Al preciosismo brasileño surgió como antagonista la picardía argentina, aunque algunos de los futbolistas más estéticos y acordes al jogo bonito patentado en Copacabana, han nacido del otro lado de esa frontera –por ejemplo, Diego Maradona, quien alguna vez hizo un anuncio en el que tenía una pesadilla y en ella cantaba el himno de Brasil con uniforme verdeamarela.
Este jueves se enfrentan los gigantes y lo hacen inmersos en una peligrosa crisis: que ya no saben competir ante los europeos, que ya no generan ni remotamente la cantidad de talentos de antaño, que ya no son los dueños del balón, que sus futboles lucen rancios.
Brasil sabe que un triunfo en Buenos Aires complicará así de rápido el camino albiceleste rumbo a Rusia 2018. Lo sabe y se relame los bigotes, porque ese tipo de victorias son las que en una gran rivalidad jamás se olvidan.