La democracia mexicana llega hueca a su mayoría de edad. Carece de equilibrios, no ha fundado calma en la ley ni energía en el conflicto. Ha descuidado a sus cuidadores, ha envenenado con una pedagogía de violencia y trampa a sus ciudadanos. No tiene ojos para ver lo que sucede ni boca para debatir lo que significa”. Así termina Jesús Silva-Herzog Márquez su ensayo “El vaciamiento democrático”, publicado en Nexos el mes pasado.

 

La idea principal del texto es que, a 18 años de democracia –el autor fija el nacimiento de esta en 1997, año en que el PRI pierde la mayoría en la Cámara baja-, la pluralidad no solo no arregló nuestros viejos problemas, algunos, como la violencia, incluso empeoraron. No por la pluralidad en sí, por supuesto, sino por el fomento sistémico, según el autor, de “una política que arremete contra sus fundamentos: los principios del equilibrio y el sentido de la representación, la canalización del conflicto y la procuración del interés común, el mando de la ley”.

 

Terminar el texto te orilla a preguntarte: ¿y qué sigue? Pienso que, además de analizar de dónde venimos y en dónde estamos, deberíamos analizar a los que van llegando y lo que debería venir. Esto me recordó que, en las últimas décadas, hemos tenido varias generaciones “políticas” con narrativas colectivas: la de 68 y 71, la que vivió la elección de 1988, la generación de la alternancia… Pero la mayoría de estas son etiquetadas después de un suceso, no antes. Los nacidos después de 1985 han comenzado a tomar posiciones de poder público; crecieron en alternancia y la mayoría no vio con ojos políticamente conscientes el sistema que el país estaba dejando atrás. Esto no garantiza demócratas, sin embargo, tampoco es excusa para dar por sentado la democracia que generaciones anteriores nos han brindado.

 

Esta generación tiene una simple pero titánica –histórica inclusive- responsabilidad: la de terminar de romper con el pasado. No transformar los problemas sino cortarlos de tajo. México ha avanzado, sin duda, pero esa sensación de que el país ya no puede aguantar más corrupción, extremos de pobreza, desigualdad y violencia medieval, es generalizada y peligrosa. La acción y efecto de romper es ruptura. Es por eso que, la que viene llegando, debe ser la generación de la ruptura.

 

En su artículo “Reto generacional”, el politólogo Germán Petersen menciona que “la transición mexicana se ha centrado en democratizar el acceso al poder, pero ha atendido mucho menos la democratización de su ejercicio”. Y tiene razón. La generación de la alternancia logró lo primero, pero lo segundo –hacer cumplir la ley a todos niveles, esencialmente- está pendiente y le corresponde a la que aquí trato de explicar.

 

Confieso, muy a mi pesar, que a horas de mandar este artículo, Google me reveló que en el ámbito artístico ya existe una generación de la ruptura. Un grupo de artistas plásticos mexicanos y extranjeros que, a mediados del siglo pasado, decidieron romper con la influencia nacionalista que la Escuela Mexicana de Pintura –es decir, el arte oficial- llevaba décadas ejerciendo sobre nuestro arte. Su mérito fue decirle “no” a lo que ya empezaba a ser norma y cotidianidad en un mundo supuestamente libre. Pero la voluntad de aquel conjunto de romper con el pasado, en vez de obligarme a cambiar este título, me lo reafirmó.

 

La generación de la ruptura, la de corte político, debe decirle “no” a todo lo que aun representa ese México resignado y miope. Necesitamos darle una narrativa –esta u otra, pero alguna- a los que van llegando; no solo les daría un discurso en común, también los guiaría en su actuar público.