Ese gran diferenciador entre “nosotros” y “ellos” o, más bien, esa gran necesidad de tener un diferenciador, y adherirse a él, y acomodarse en él, y sentirse a salvo, seguros, protegidos bajo su poderosa entonación.
Eventos deportivos al margen, ¿quién canta hoy un himno nacional con semejante ímpetu, con la garganta desgañitada, con mirada de enajenado misticismo? No los niños en el colegio. Tampoco los funcionarios en la conmemoración de algún remoto acontecimiento. Mucho menos los ciudadanos acarreados a cualquier acto político.
A mi generación le cuesta recordarlo y a las siguientes les resulta imposible creerlo, pero no mucho tiempo atrás, era atípico que los jugadores corearan el himno nacional en su formación previa al silbatazo. No obstante, la tradición es poco más que centenaria. En 1905 se entonó el himno galés previo a un encuentro de rugby frente a Nueva Zelanda, como contraposición al ritual del haka de los denominados All Blacks. Todavía por entonces los atletas no iban a Olímpicos bajo una bandera sino en representación individual, aunque ya existía con claridad un nacionalismo deportivo, una prolongación (o sustitución) no armada del conflicto bélico. Poco después, en el juego siete de la final del béisbol de 1918 y bajo el clamor de la Primera Guerra Mundial, el Oh say can you see debutó en un estadio incluso trece años antes de declararse himno oficial de Estados Unidos.
El asunto es que hemos pasado de exigir el canto más o menos desafinado de los deportistas a esa imagen de once hermanos abrazados, así como, posteriormente, a lágrimas en plena cancha y gradas que se elevan metafísicamente a cada estrofa. Antes que todo eso, había surgido el abucheo al canto del rival, ya fuera por una enemistad política, ya por antecedentes ríspidos sobre el césped.
Tras tan largo preámbulo, llegamos a tres episodios acontecidos este martes en el protocolo pre-partido. El menos sorprendente (no por ello, menos lamentable), con la afición hondureña haciendo casi inaudible el himno mexicano. El segundo, en la eliminatoria asiática con los aficionados de Hong Kong silbando un himno chino que también es el suyo; una subversión simbólica que normalmente no dejarían pasar las autoridades en Beijing y menos tras la llamada Revolución de los Paraguas del año pasado, con los hongkoneses exigiendo libertades y apertura política… Pero en un estadio, todo suele ser distinto: lo fue con el hablar catalán en el Camp Nou durante el Franquismo, lo fue con la quema de banderas yugoslavas en estadios croatas mucho antes del inicio de la guerra de secesión.
El tercero, en un Wembley pintado con los colores de la bandera francesa y rotulado con las palabras Liberté, Égalite, Fraternité; los ingleses mostraron su solidaridad entonando La Marsellesa, encabezados por el Primer Ministro David Cameron y el Príncipe Guillermo.
Himno hermoso en su melodía que, bajo excusa de épica y gloria, es en especial belicoso con versos como “¡Que la sangre impura inunde nuestros suelos!”. Parece casi extraño que en tan larguísima enemistad anglo-francesa, que en tantos conflictos y disputas entre estos vecinos, La Marsellesa no haya sido compuesta como arenga ante alguna guerra con Inglaterra, aunque no hace demasiada diferencia en mil años de discordia. Lo relevante es que en ese espacio de alta tensión nacionalista, que es un estadio de futbol, se abrió este martes una nueva etapa en la relación entre dos de las principales potencias de la vieja Europa, unidas por el balón y, sobre todo, por esta especie de choque entre civilizaciones.
Si, como dijo Paul Auster, “Europa encontró en el futbol la manera de odiarse sin destrozarse”, ahora ha encontrado en esta amenaza, la forma de usar el futbol para hermanarse.