Pocas nociones más peligrosas para un colectivo que la indefinición, el no saber lo que se es o cómo se aspira a ser.
Acaso ese sea el mayor de los problemas del Real Madrid ante el Clásico de este sábado: las migrañas existenciales, las incertidumbres sobre lo que se pretende, las confusiones respecto a lo que se es.
Rescatado en varios partidos por atajadas inverosímiles del hombre al que no se quería, Keylor Navas, en cuanto el tico se lesionó, todo pareció tambalearse. ¿Y por qué tanta dependencia de los milagros bajo los postes? Porque este cuadro merengue no genera como los de años anteriores, se atasca rumbo al arco enemigo, ni siquiera cuenta con la depredadora contundencia de un Cristiano Ronaldo evidentemente incómodo y, por ende, tan ansioso como desmotivado.
Bien podrá decirse que este Barcelona tampoco ha tenido una campaña en específico feliz y que en ocasiones se sostiene de la genialidad de los de arriba. No obstante, el haber superado con éxito los dos meses de ausencia de Lionel Messi y llegar líderes al Clásico, da una ventaja adicional, al menos en el diván, a los blaugranas.
Si existe un día en el calendario que resulta idóneo para reencontrarse, es éste. Rafa Benítez puede estarse jugando ya las conclusiones que le perseguirán a perpetuidad por su gestión madridista. Toda crítica, toda protesta, toda inconformidad, se verían sinlenciadas por un buen desempeño ante el acérrimo rival. Lo contrario, incluso el acabose.
No dudo por ello que el Madrid se juega más que el Barça en este Clásico: por esa sensación de que los blaugranas comprenden por qué camino han de andar y los merengues parecen ir investigándolo sobre la marcha.
Indefinición al margen, los blancos por fin disponen de todo su arsenal (aunque, nueva duda, a quién y, sobre todo, en dónde poner); al tiempo, con los catalanes la inquietud es por el estado de Messi: ¿de inicio o de relevo?, ¿para noventa minutos o mucho menos?, ¿asumiendo qué riesgo de recaída?
Es el partido más seguido del planeta, el momento en que mayor parte de la población mundial se unifica para efectuar exactamente lo mismo y al mismo tiempo. Eso implica inevitables temores a pocos días de la cancelación de dos cotejos internacionales (Bélgica-España en Bruselas y Alemania-Holanda en Hannover) y a una semana de la tragedia de París.
Si el futbol es parte medular del mensaje de normalidad, fuerza y serenidad a ser proyectado desde el corazón de Occidente, el Clásico representa el pináculo de ese recado. Con su poderío mediático, con su pasión, con los rostros de dos las criaturas más globales de tiempos contemporáneos como Cristiano y Messi, incluso con su división histórico-política y su siglo veinte español a cuestas que, a la vista de lo que hoy sucede, pasa a lejano término.
El Clásico que iba a ser el de Cataluña sorteando etapas rumbo a su independencia, se ha convertido en monumento póstumo a Bataclán, Saint Denis y los ataques a restaurantes parisinos.
A propósito de las urgencias de definición –pero a diferencia de las del juego madridista, éstas sí de máxima prioridad–, tener ahora el clásico, presenciarlo o ignorarlo, es todo un recordatorio de lo que somos; de una civilización que, al margen de defectos actuales y crasos errores en el pasado, ha llegado hasta este instante con la libertad para que cada cual haga lo que guste y tenga devoción a lo que quiera…, incluido algún equipo por frívolo o profundo que eso suene, incluido el derecho a corear o silbar a quien así se desee.