GORÉE, Senagal. El comercio de “madera de ébano”, como se llamaba a los esclavos en alusión al color de su piel, también se dejó notar en Senegal.
En la isla de Gorée, situada enfrente de la capital, Dakar, se encuentra la famosa Maison des Esclaves, donde hombres, mujeres y niños eran encerrados antes de que los llevasen al Nuevo Mundo. Hoy el edificio es un museo.
En unas malolientes esquinas marcaban a los esclavos y los dejaban encadenados a la espera del terrible viaje, mientras en los pisos superiores de la casa se desarrollaba la vida cotidiana de los comerciantes y sus familias, inmersas en el lujo.
La isla de Gorée es un puntito en el medio del mar, una posición estratégica para los traficantes de esclavos: cerca del interior de África y de cara al Atlántico, en dirección a las Américas.
Se encuentra a tres kilómetros de Dakar y está a sólo 20 minutos en ferry. Con 300 metros de largo y un kilómetro de ancho, Gorée supone un chapuzón en la época colonial.
Cuenta con pequeñas playas y bloques de apartamentos de colores con vistas al mar, entre paredes de piedra de lava, buganvilias de color fucsia y amarillo y puestos de souvenirs.
Entre pintores, escultores y músicos, la isla está repleta de lienzos pintados con los colores más brillantes que se puedan imaginar, estatuas tradicionales de madera o modernas y una gran variedad de instrumentos musicales.
Sin embargo, este pequeño rincón de paraíso tiene un pasado de todo menos glorioso. La isla de Gorée, patrimonio de la UNESCO desde 1978 que ha sido visitado, entre otros, por Barack Obama, Bill Clinton y el Papa Juan Pablo II, fue durante siglos uno de los puntos más importantes de la trata de esclavos.
Aquí traían de todas partes de Senegal a los hombres más fuertes, las mujeres más bellas y los niños más saludables. Los hacinaban en la Maison des Esclaves, la casa de los esclavos, con habitaciones que eran verdaderas jaulas de piedra, con gruesas barras de hierro y puertas bajísimas.
Ahí todavía se puede ver por qué la Maison des Esclaves, que se remonta al siglo XVIII, se convirtió en un museo en el año 1962, ya que acoge, en su pequeño espacio, el peso de un lugar simbólico de esta tragedia secular. Lo visitan unas 500 personas al día.
Los expertos afirman que entre 15 y 20 millones de africanos pasaron por aquí antes de que los separasen para siempre de su tierra y de sus familias para convertirse en mano de obra en las Américas.
En el piso de arriba se pueden visitar las pinturas francesas del siglo XIX que representan la trata de una manera lúcida y despiadada, así como las reliquias de la esclavitud, cadenas, armas, látigos.
Para entrar en las celdas hace falta doblar la espalda; dos estaban reservadas a los hombres, dos a los “recalcitrantes”, una a las mujeres y otra a los niños.
Y después está el pequeño patio central, donde se llevaban a cabo las negociaciones: los europeos ponían un precio a cada esclavo según los músculos en el caso de los hombres, los senos en el caso de las mujeres y los dientes en el caso de los niños.
Los barcos esperaban pacientemente antes del largo viaje hasta las Américas: la “puerta de no retorno”, minúscula pero enorme por su simbolismo, que da directamente al mar, tampoco perdonaba a los que habían sobrevivido a los abusos y los maltratos.
En estos barcos los esclavos iban como sardinas y no podían moverse ni acostarse; incluso tenían que estar curvados si eran demasiado altos para la estructura del casco.
Los latigazos se institucionalizaron mediante una ley que regula el número máximo por persona: ese número no variaba bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para las mujeres embarazadas.
No todos llegaron al final de la travesía, que podía durar hasta seis meses, ya fuese por la violencia física y psicológica o por las rebeliones masivas sangrientamente reprimidas.
No eran raros los casos de suicidio de esclavos que se arrojaban juntos al mar, ya que preferían la muerte a la esclavitud. El comercio de esclavos de África a las Américas es uno de los capítulos más tristes de la historia del hombre.
Los colonialistas europeos, primero portugueses y españoles y después ingleses, holandeses y franceses, pronto se dieron cuenta de que los nativos americanos no podían resistir físicamente a los trabajos forzados, sobre todo por las nuevas enfermedades que los propios europeos habían introducido en el Nuevo Mundo.
Caminando por las calles de Senegal uno se da cuenta en seguida de esta condena. La condena de un pueblo tan extraordinario y tan atormentado a la vez, la condena a pagar durante mucho tiempo las consecuencias sociales, políticas y económicas de este pasado.
Mirando a estos hombres y mujeres en sus cuerpos y en sus espíritus, uno se pregunta si la perfección es un pecado. Si esta belleza tan saludable, esta fuerza tan absoluta, son indicativas de un pecado indeleble.
Después de muchos siglos, Gorée contiene todo esto. Por todas partes, alrededor, el mar. Y a lo lejos, entre los barcos de pesca y el vuelo bajo de las águilas, dos mundos que se tocan: por un lado, Dakar, con su fermento de sonidos y gente; por el otro, el océano Atlántico, abierto y casi infinito, portador de todo bien y todo mal.