Al presidente Nicolás Maduro se le cierran los caminos y se enfila hacia una inevitable derrota en las elecciones del domingo próximo. Las encuestas señalan un diferencial de entre 20 y 30 puntos entre el gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y la oposición. Parece ser que sólo le quedan las “patadas de ahogado” o hacer realidad su amenaza de dar un golpe de Estado para imponer una junta cívico-militar.

 

“Quien tenga oídos, que entienda; el que tenga ojos, que vea clara la historia. La revolución no va a ser entregada jamás”, señaló parafraseando un versículo del Apocalipsis, en una entrevista al periodista José Israel González el 30 de octubre pasado.

 

“Si se diera ese escenario, negado y transmutado, Venezuela entraría en una de las más turbias y conmovedoras etapas de su vida política”, añadió aferrado a que la única verdad está en sus manos y sostuvo sin el menor asomo de duda que gobernaría “con el pueblo, siempre con el pueblo y en unión cívico-militar”.

 

Sin embargo, a Maduro no le será fácil hacerlo, a pesar del silencio cómplice de todos sus aliados de los gobiernos de la izquierda latinoamericana sobre esta amenaza.

 

La verdad es que Maduro está contra las cuerdas y eso llevó a preguntarse a los analistas si será verdad el señalamiento que formuló desde el 22 de marzo pasado el diario británico The Guardian en el sentido de que “la izquierda latinoamericana se bate en retirada”.

 

El periódico argumentó la seguidilla de escándalos de corrupción, protestas callejeras y el declive creciente de las economías de los gobiernos de izquierda en la región.

 

La izquierda en el área se encumbró, paradójicamente, no por el influjo de Cuba, donde Fidel Castro y su hermano Raúl depusieron al dictador Fulgencio Batista en 1959, sino por la Revolución Bolivariana postulada por Hugo Chávez tras su llegada a la presidencia de Venezuela en 1999.

 

A la muerte de Chávez el 5 de marzo de 2013, esta corriente todavía gozaba de cabal salud en América Latina, luego que la caída del Muro de Berlín en 1989 llevó a pensar que la izquierda estaba destinada a figurar en el Museo de la Historia, junto a la “rueca y el hacha de bronce”, como solía decir Federico Engels, el discípulo y amigo de Carlos Marx.

 

Sin embargo, mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces y el otrora sólido bloque de la izquierda en América Latina parece ahora estar sostenido con alfileres.

 

En Chile, la presidenta socialista Michelle Bachelet, que gozaba del mayor prestigio entre la izquierda latinoamericana, ahora registra un nivel de aprobación del 26%, el más bajo en 9 años, según datos difundidos en agosto pasado por Consulta Mitofski, debido a un escándalo de corrupción que involucra a su hijo, Sebastián Dávalos y a la desaceleración de la economía.

 

En Brasil, la imagen de la presidenta Dilma Rousseff está todavía peor y se ubica en 10%, ocupando el último lugar en popularidad en América Latina, según el mismo sondeo, por los escándalos de corrupción de Petrobras que salpican también a otra figura reverenciada de la izquierda latinoamericana, Luiz Inazio Lula da Silva, de quien se ha hablado inclusive que podría ir a prisión.

 

Roussef de hecho está a punto de enfrentar un juicio político (impeachment), autorizado el pasado miércoles 2 por el presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Cunha, que la llevaría a renunciar o en el mejor de los casos a convocar a elecciones anticipadas.

 

En Argentina, la presidenta Cristina Fernández, que está a punto de entregar el poder al empresario conservador Mauricio Macri, goza de un índice de popularidad de 40%.

 

Para desgracia de Maduro, por primera vez en 11 años su principal aliada en la región entregará las riendas del Estado a un hombre que no sólo no es de su familia, sino ni siquiera de su partido. Apenas se confirmó su triunfo, Macri adelantó que en la próxima Cumbre de Mercosur, en diciembre, pedirá que se aplique la cláusula democrática contra Venezuela por la “persecución” a los opositores y a la “libertad de expresión”.

 

Maduro sabe que no sólo podría ser expulsado su país del Mercorsur sino hasta de la Organización de Estados Americanos (OEA), donde su secretario general Luis Almagro, ex canciller uruguayo, mantiene una encarnizada disputa verbal contra el gobierno venezolano.

 

Maduro lo detesta por sostener reuniones con líderes políticos opositores y por proponer que se castigue a Venezuela por promover la expulsión de colombianos de su territorio así como por atreverse a pedir que el organismo participe como observador en las elecciones del domingo próximo y desarmar a los civiles usados para reprimir a sus adversarios.

 

En este contexto, todas las apuestas apuntan a que a Maduro no le queda otra más que la vía del golpe militar, pues su impopularidad crece en la misma medida en que aumenta el desabasto y la carestía en su país y ya no cuenta con el respaldo de un sólido bloque de gobernantes de izquierda en el área.

 

Sin ningún apoyo en el seno de la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), Maduro no tendría muchas armas para cometer un fraude en los comicios del 6 de diciembre, donde la oposición se perfila para ganar.

 

En cuanto a Uruguay, su aliado crítico, pero aliado al fin, José Mújica, dejó el poder recientemente a Tabaré Vázquez, cuyo gobierno es más de centro que de izquierda.

 

Con Cuba, que desde el 20 de julio pasado reanudó relaciones con Estados Unidos tras 54 años de ruptura, ya tampoco cuenta.

 

Venezuela ahora está huérfana del sustento político de sus “padres ideológicos” Fidel y Raúl Castro, más ocupados ahora en la transición que en respaldar a su pupilo.

 

El retiro de este respaldo del bloque de aliados de izquierda de Venezuela tiene una razón muy concreta: Caracas ha recortado a la mitad los despachos subsidiados de crudo a Cuba y los países miembros de Petrocaribe y hoy representan cerca de 200 mil barriles diarios en lugar de los 400 mil enviados en el 2012, indicó un informe de la firma Barclays.

 

Venezuela registra una caída del 8 por ciento en su producto interno bruto este año, una inflación por arriba del 150%, la más alta del mundo y una escasez de productos básicos brutal.

 

El partido de Maduro, el PSUV, necesita arrasar para lograr la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional por la modificación reciente de la estructura de los distritos electorales.

 

En los comicios se votará para renovarán los 167 escaños del poder legislativo de Venezuela.

 

Los expertos consideran que si la oposición logra finalmente la victoria, el paso siguiente sería convocar a un referéndum previsto en la Constitución para revocar el mandato del asediado Nicolás Maduro y convocar a nuevas elecciones con un destino previsible. Como se ve, el panorama pinta muy negro para el heredero de Chávez y sus secuaces, que en el frente externo apenas cuenta con los apoyos simbólicos de la izquierda aferrada al poder del nicaragüense Daniel Ortega y del boliviano Evo Morales y del gobierno populista del ecuatoriano Rafael Correa, que trae pleito casado con la libertad de expresión.

 

Los dos únicos exponentes de la “izquierda responsable” que quedan son Ollanta Humala, presidente de Perú, socio de México en el Acuerdo Transpacífico y Salvador Sánchez Cerén, de El Salvador, que desde su asunción prometió trabajar al lado de los empresarios.

 

Agotada la “gallina de los huevos de oro” del petróleo para comprar favores y con el sostén único de figuras impresentables como Daniel Ortega o Rafael Correa, a Maduro se le estrechan los márgenes y su impopularidad le lleva a inventar conjuras y a idear recursos extremos como el golpe de Estado para frenar su inexorable derrota política. ¿Se atreverá a dar un salto al vacío?