El 2016 irrumpió a tiros en la política mexicana. El 2 de enero nos enteramos que la perredista Gisela Mota, alcaldesa de Temixco, Morelos, fue asesinada esa mañana por hombres armados que ingresaron a su domicilio. Llevaba menos de 24 horas en el cargo.

 

El gobernador de Morelos, Graco Ramírez, tuiteó a las 7:58 am sobre el atentado: “Este es un desafío de la delincuencia. No cederemos”, reiteró. El presidente nacional del PRD, Agustín Basave, tuiteó a las 9:40 am, “deploro el asesinato de nuestra compañera perredista”. Y a las 10:44 am, en la misma red social, la secretaria general de ese partido, Beatriz Mojica, expresó su solidaridad con la familia de Mota. A todo esto, el gobernador Ramírez ya había tuiteado a las 8:59 am que se detuvo a los autores materiales. Ahora falta conocer los motivos y las mentes detrás de las balas.

 

El asesinato de presidentes municipales es un fenómeno creciente, particularmente en la última década. Según datos de la Asociación de Autoridades Locales de México A.C. (AALMAC), entre 2005 y julio de 2015, se registraron 73 asesinatos de alcaldes (CNN México, 2015). Y de acuerdo con los investigadores Guillermo Trejo y Sandra Ley, entre 2007 y octubre de 2014, el crimen asesinó a 82 alcaldes (Nexos, 2015). El desfase entre datos es reflejo de confusión y opacidad institucionales. Pero Trejo y Ley piden no caer en generalizaciones burdas: no todos los alcaldes asesinados son criminales o aliados de éstos. Muchos son amenazados de muerte y otros son asesinados por falta de cooperación.

 

El 2 de enero, por un lado, asesinaron a una persona; acción siempre atroz e inaceptable. Por otro, se asesinó a una autoridad municipal electa democráticamente, a la titular del nivel de gobierno más cercano a los ciudadanos de Temixco. La gravedad aumenta cuando le buscamos interpretación a este tipo de asesinatos, como si el crimen organizado dijera “por equis razón, mejor éste no”. En Temixco y en muchos otros municipios, la vida política y social no la define el dedo con tinta indeleble. La define el dedo con gatillo.

 

En “Tendencias y explicaciones al asesinato de periodistas y alcaldes en México: El crimen organizado y la violencia de alto perfil”, la doctora en Gobierno por la Universidad de Harvard, Viridiana Ríos, concluye, entre otros puntos, lo siguiente: “El asesinato de políticos locales reduce los incentivos a la participación política, y promueve la pasividad ante la actividad criminal (…) lleva al estado a un círculo vicioso en el cual el sistema de justicia puede eventualmente colapsar”.

 

La clave aquí es “círculo vicioso”. El asesinato de una autoridad electa no sólo es consecuencia de diversos factores, como corrupción, delincuencia organizada o pobreza, también es causa de más impunidad. Y así será hasta que se rompa el ciclo con el castigo a los verdaderos culpables, una mejor depuración de candidatos, una gran coalición partidos-gobiernos-sociedad civil, el apoyo y protección tangibles de las entidades y la Federación a los alcaldes, y el mejoramiento de condiciones sociales y económicas locales. En tanto, el gobierno de la República debe intervenir con más fuerza. Si el ultimado hubiese sido un alcalde priista, ¿la Federación habría actuado con mayor diligencia? La sola pregunta parte de un criterio terrible pero muchas veces real.

 

Aquella mañana, el sistema no sólo le falló a Gisela Mota –no le dio las condiciones mínimas de seguridad para gobernar–, también, en algún punto, les falló a sus asesinos. Les falló en darles una educación o un trabajo, en ofrecerles una mejor opción que el crimen.