Tres pesados filtros me separaron de Zinedine Zidane la primera vez que pude entrevistarlo, triple coraza que al cabo de 10 años tendría el privilegio de ver caer.
Para empezar, el idioma; aquella noche de junio del año 2000, en Bruselas, minutos después de que anotara el gol para meter a Francia a la Final de la Eurocopa, el crack no hablaba más que francés e italiano, en ese momento inaccesibles para mí. Como pude, logré extraerle un par de respuestas, aunque fue más la frustración de no entablar mayor y mejor diálogo con el entonces mejor futbolista del planeta. Al margen de la barrera lingüística, padecí la división obvia que propicia la separación entre entrevistado y entrevistador, a la par de la extrema timidez de Zizou, siempre con ese semblante que parece resumir los miedos del hijo de inmigrante, las confusiones entre lo que los abuelos fueron y los nietos en el exilio han de ser, la voz baja y tendiente al monosílabo, la mirada nostálgica acaso perdida en el Mediterráneo que llevó a sus padres de Cabilia a Marsella.
Un par de años más tarde, cuando Zidane incorporó al Real Madrid en lo que supuso el traspaso más caro de la historia, mi problema del idioma había desparecido (no sólo él ya hablaba español, sino que yo, traumatizado por aquella jornada en Bruselas, había decidido estudiar cuantas lenguas fueran posibles), pero se mantenían las otras dos barreras. Siendo corresponsal en España, logré acercarme a Zinedine. Me sorprendía su memoria para ubicarme y recordarme, aunque eso difícilmente se traducía en mayor elocuencia; en el Madrid de los “Galácticos”, Ronaldo bromeaba, Figo seducía, Raúl argumentaba, Beckham vendía y Zizou murmuraba.
Fue en un viaje a una favela de Sao Paulo, a inicios de 2008, donde finalmente existió nuestra primera conversación sin cámaras ni micrófonos: su retiro, su nueva vida, sus nacientes metas, su pasión a veces canalizada en rabia. Me quedó claro que siendo mayoría los futbolistas que desean triunfar para ser reconocidos e idolatrados, Zidane hubiese preferido precisamente lo opuesto: que su magia con el balón no incluyera tamaña faramalla, tal persecución, tanto borlote a su alrededor. “Es que no me lo creo, tío… ¡Yo sólo jugué futbol! Y cuando he ido a Argelia… ¡Pffff!”, cerraba con esa exclamación tan francesa al sentir carretadas de brasileños encimados tras su persona. Otra diferencia con sus colegas, presos en la egolatría: le aburre hablar de sí mismo.
Un par de años después, compartimos transmisiones en Sudáfrica 2010. Muchos de mis compañeros no podrán decir mucho sobre Zinedine: introvertido, esquivo, imposible de microfonear por su volumen de voz, podía parecer cortante e incluso grosero. Quizá porque ya me conocía, quizá por lo que le cuesta derribar la tercera de las mencionadas corazas, quizá porque en ocasiones hablábamos en francés, pero en Johannesburgo nos acercamos. Su contrato con Televisa era por una cantidad de apariciones; cuando se acercaba la última, me hizo una súplica: que le permitiéramos cambiar su intervención final en el programa por una entrevista grabada y un partidito de futbol. Junto con Figo y Alberto García Aspe, echamos cascarita con niños sudafricanos. Ese día charlamos en privado sobre su familia, sobre lo que absurdamente se presionaba a sus hijos por querer ser futbolistas, sobre su infancia, sobre la sociedad francesa, sobre la vida en Madrid. Descubrí a un tipo sensacional, simpático, humilde, infinitamente más aterrizado que el común de sus colegas. Eso sí, con un alto grado de desconfianza, de división tajante entre cercanos y ajenos, con las antenas siempre rastreando traiciones.
Hoy ha heredado el banquillo más complejo de los gigantes europeos. Tras haberse capacitado lentamente para dirigir, ha debido de subir los tres últimos escalones con una apurada zancada.
En su presentación vi al mismo Zizou, aunque obligado en esta faceta a proyectarse más elocuente que de costumbre. Si se dirige como se es, su estilo de liderazgo tiende a ser discreto, su presencia apasionada, su relación con el plantel cercana y, más relevante, su futbol vistoso. Aunque el primer error que se comete con una leyenda convertida en entrenador es pensar que su once jugará como él lo hacía, que si así fuera, el éxito estaría garantizado.