Con profundidad de cante jondo, con compás a doce tiempos, con delirio flamenco se vive el futbol y uno de los derbis más intensos en Sevilla.

 

Algo tiene el río Guadalquivir que en torno a su caudal se desata un partido, el que enfrenta a Betis y Sevilla, simplemente superior en emociones. Decir rivalidad, es un mero eufemismo y, como muestra, lo declarado por el director técnico bético tras caer 4-0 en el clásico del martes: “Como hombre de la casa es como si se hubiera muerto un familiar. El dolor que tengo dentro es parecido que cuando te desgarra, solamente se puede equiparar a la pérdida de un familiar”.

 

Puedo imaginarme al fondo algún desgarrador verso flamenco, con voz de víscera y llanto: “Perdóname. Por querer entregarte mi vida. Por querer darte mis ilusiones y mi tiempo, y mis ganas y curar tus heridas”. O al gran Pata Negra: “Tengo que volar. Tengo que volar. Aunque sólo tenga un ala”.

 

El ahora entrenador Juan Merino defendió durante doce temporadas el uniforme del Betis. Su mayor orgullo era que en tan dilatado lapso, apenas perdió un cotejo a manos del vecino. Por ello su nombramiento el domingo tuvo elementos de superstición: quizá con quien tanta garra puso como defensa, quizá con quien con tanta eficacia logró frenar al Sevilla, la historia fuera diferente en unos octavos de final de la Copa del Rey a cuya vuelta ya llegaban con desventaja de dos goles.

 

El resultado no pudo ser peor y deja muy dañada a la de por sí sufrida afición bética.

 

Apenas son cuatro los kilómetros que separan al estadio sevillista Sánchez Pizjúan del bético Benito Villamarín. Cuatro kilómetros que bien pueden recorrerse pegados al caudal del río más cantado, el Guadalquivir, llamado por fenicios y romanos (pero jamás por sevillistas) río Betis. Pese a la cercanía entre las dos sedes, las autoridades suelen prohibir que alguien con el uniforme rival circule por el escenario ajeno, visto como acto de provocación y posibilidad de desatar un grave altercado.

 

La enemistad agudizó un par de décadas atrás cuando el Sevilla descendió luego de que el Betis cayera de manera sospechosa ante el Sporting de Gijón. Las gradas del Villamarín ese día corearon el gol ajeno y vitorearon al visitante. Tres años después, los sevillistas cobraron venganza: apuraron su caída a segunda división al dejarse golear por el Oviedo, combinación que también descendía al odiado vecino: “¡Al infierno nos vamos y al Betis nos llevamos!”, clamaba el Pizjuán.

 

La virulenta relación se restauró bajo la más triste de las circunstancias: al fallecer Antonio Puerta, jugador del Sevilla, el plantel bético acudió al sepelio y los abrazos eran inconcebibles. El beligerante presidente del Betis, Antonio Ruíz de Lopera, quien prohibiera a sus futbolistas aparecer en actos públicos junto a los de la institución enemiga, sostuvo en llanto al presidente rival, José María del Nido.

 

Juan Merino ha relacionado la goleada con la muerte de un familiar. Aseveración que sube de tono porque su padre, precisamente, falleció en pleno estadio Villamarín, de un ataque al corazón, mientras lo veía jugar un importante partido con el Betis.

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