En noviembre pasado, estudiantes de la universidad de Princeton, en Nueva Jersey, abrieron un debate actual y a la vez histórico. Cerca de 200 protestaron para cambiarle el nombre a la Escuela “Woodrow Wilson” de Asuntos Públicos e Internacionales de la universidad. Wilson, presidente estadunidense entre 1913 y 1921, dirigió Princeton entre 1902 y 1910. Su figura es –o era- sumamente respetada en el campus.
Pero la realidad –ya bien documentada- es que Wilson, como presidente de Estados Unidos, incurrió en políticas racistas como poner trabas sistémicas a servidores públicos afroamericanos de la administración federal –recomiendo el artículo “Lo que Woodrow Wilson le costó a mi abuelo”, en The New York Times-. Los alumnos, en esencia, protestaron contra la supresión del legado racista de Wilson, omisión que distorsiona todo lo que dentro del campus lleva su nombre.
Así las cosas en el país vecino. Pero, ¿en México a quién honramos? No es lo mismo un racista que un corrupto o un ladrón, pero todas estas actitudes debieran nulificar cualquier argumento para que un individuo así tenga su nombre en una institución privada de ese prestigio o –peor aún- en bienes públicos. Pasemos a éstos últimos.
Según Google Maps, en San José de Aura, Coahuila, existe una calle llamada “Humberto Moreira”. A menos que un antepasado del político haya sido un hombre relevante en uno o varios campos, creo que se refiere al exgobernador que endeudó aquél estado colosalmente usando documentos falsos –según la Auditoría Superior de la Federación, durante los años que Moreira gobernó el estado, la deuda pasó de 323 millones de pesos a 36,509 millones de pesos-. Al día de hoy, ¿qué argumento a favor podría sostener este nombre?
Segundo ejemplo. En Parrilla, Tabasco, existe la flamante calle cerrada “Andrés Granier”. A este hombre se le acaba de confirmar el auto de formal prisión por el desvío de más de 2 mil 500 millones de pesos durante su último año como gobernador. ¿Un individuo que traicionó así a los tabasqueños merece una calle con su nombre? Táchenme de aguafiestas, pero no, no la merece.
Tercer ejemplo. La profesora Elba Esther Gordillo –hoy presa, principalmente, por desvíos millonarios de recaudaciones sindicales para uso personal- tiene su calle en Cd. Cuauhtémoc, Chihuahua. Es probable que otros bienes públicos tengan también el nombre de los tres individuos antes mencionados. Y lo mismo sería tener en Aguascalientes una escuela pública llamada “Luis Armando Reynoso Femat” –del PAN-, o en Baja California Sur, una glorieta “Narciso Agúndez” –del PRD-. La impunidad cultural no distingue colores partidistas.
No solo es una cuestión de nombres y calles, es de civismo y de construcción de ciudadanía. Plazas, monumentos, universidades y demás sitios públicos, deben recordar lo mejor y a los mejores de México. Que se mantengan estos nombres es, prácticamente, hacer apología del delito y la corrupción. Hasta dónde yo me quedé, así no es como se construye el futuro.
Si bien cambiar estos nombres no va a reducir la corrupción –ojalá fuera tan fácil-, borrar estos sería, irónicamente, un recordatorio de cuanto la falsa honorabilidad nos ha lastimado. Si en México, por ejemplo, se diera a conocer –con evidencias sólidas y decenas de testimonios- que cierto expresidente ya fallecido laceró la dignidad humana como lo hizo Wilson, es claro que se debería suprimir su nombre de cientos de bienes públicos. Contra la impunidad cultural, la justicia cultural. Ésta última, por su carácter atemporal, nunca llegará tarde.