WASHINGTON. Desde 1972, cuando Iowa y Nuevo Hampshire comenzaron a abrir el proceso de primarias en Estados Unidos, solo Bill Clinton ha llegado a presidente habiendo perdido las dos, mientras que Ronald Reagan, Barack Obama y George Bush, padre e hijo, alcanzaron la Casa Blanca ganando solo una.
Ese año, de manera bastante accidental, Iowa se convirtió en la primera prueba real para los aspirantes presidenciales, seguida de Nuevo Hampshire, que desde 1920 había inaugurado las primarias. Nacía así el sistema de elección moderno.
Esos dos estados, mayoritariamente blancos, han marcado desde entonces las campañas políticas en Estados Unidos en tal medida que, sin su impulso definitivo, un desconocido gobernador de Georgia llamado Jimmy Carter y un joven senador de nombre Barack Hussein Obama nunca hubieran sido presidentes.
En la historia del sistema moderno hay reveses memorables como el que sufrió en Iowa la entonces favorita Hillary Clinton frente al recién llegado Obama en 2008: no sólo perdió teniendo una amplia ventaja en las encuestas, sino que además quedó tercera.
Obama ganó entonces más que una votación. El senador afroamericano logró su “momentum”, ese impulso que atrae la atención de los medios y puede cambiarlo todo. Demostró que podía plantar batalla a la favorita.
Esa hazaña es la que espera emular ahora el senador por Vermont Bernie Sanders que, según las encuestas, podría vencer en Iowa y en Nuevo Hampshire a Clinton, de nuevo favorita.
Esa es la peor pesadilla de la campaña de Hillary Clinton. Desde 1972, solo un candidato ha logrado sobrevivir a dos derrotas en Iowa y Nuevo Hampshire y llegar a la Casa Blanca: su marido, Bill Clinton.
En 1992 ni él ni los otros candidatos hicieron esfuerzos en Iowa, seguros de que ganaría el senador estatal Tom Harkin, por lo que la competición comenzó realmente en Nuevo Hampshire.
Clinton quedó segundo en esas primarias a pesar de que en ese momento su candidatura estaba siendo duramente cuestionada por informaciones de supuestas aventuras extramatrimoniales y otras polémicas.
Su segundo puesto se consideró entonces un gran triunfo y le valió el apodo de “comeback kid”, con el que se denomina a un candidato que ha sufrido un fuerte revés y logra recuperarse. Tanto que se hizo con la Presidencia meses después.
En Iowa y Nuevo Hampshire no gana el que queda primero, sino el que supera las expectativas. Por eso estos estados, donde los votos se consiguen estrechando manos y de puerta a puerta, han impulsado a candidatos de los que no se esperaba nada.
La primera vez que eso ocurrió fue en 1976, cuando el entonces desconocido gobernador Jimmy Carter logró la atención de los medios al pasar un año haciendo campaña en Iowa, una estrategia que le dio no solo la victoria en el estado, sino después en Nuevo Hampshire, en 11 de las 12 primarias siguientes y, finalmente, la Presidencia.
Era el segundo proceso de primarias del sistema moderno y fue definitivo: Carter enseñó a las siguientes generaciones de candidatos las nuevas reglas del camino hacia la Casa Blanca.
Desde entonces, las campañas vuelcan sus esfuerzos en Iowa y Nuevo Hampshire, conscientes de que una victoria en estos estados asegura cobertura mediática, impulsa las donaciones y, de nuevo, proporciona el ansiado “momentum”.
Con el sistema moderno, el llamado “aparato” de los partidos políticos perdió poder en favor de las bases, activistas con ideas alejadas del centro político, sin el que ni demócratas ni republicanos pueden ganar después en la votación nacional para la Presidencia.
Esto ocurrió en 1972, cuando el senador George McGovern logró la nominación demócrata con el apoyo de unas bases escoradas muy a la izquierda del sentir general de la nación, e incluso dentro del propio partido, en asuntos como la guerra de Vietnam (1955-1975), la despenalización de la marihuana y las ayudas a las minorías.
Su rival, el entonces presidente republicano Richard Nixon, consiguió la reelección al presentarle como a un “izquierdista” en una nación donde ese término, como el de “socialista”, son impopulares y se usan de manera peyorativa entre los muchos que siguen asociándolos con el comunismo de la antigua Unión Soviética.
Esta situación es la que temen este año los “aparatos” de ambos partidos. La contienda republicana está dominada por dos candidatos que rechaza abiertamente el “establishment” (grupo dominante) del partido: el controvertido magnate Donald Trump y el ultraconservador senador por Texas Ted Cruz.
En el lado demócrata, que esperaba, esta vez sí, una plácida coronación de Hillary Clinton, ha emergido con fuerza Bernie Sanders, un senador “socialista” que se presenta como el líder de una “revolución política” y tiene un discurso considerado demasiado izquierdista para ganar unas elecciones presidenciales en EEUU.
Pero en Iowa y Nuevo Hampshire son unos pocos miles de activistas los que deciden, lejos de los despachos de los partidos y, en algunas ocasiones, de la opinión nacional.
Si nos atenemos a la historia, todo podría ocurrir: el ascenso de un candidato de los que ya se descartan, el batacazo de uno de los favoritos, o que dé la sorpresa un aspirante del que nunca se esperó nada.