Dos religiones en la misma ciudad. Religiones de distinta feligresía y culto, pero parecido nivel de devoción. Religiones que por décadas jugaron a ignorarse, aunque apenas tres kilómetros, caminables en paralelo al río Tíber, separan a la Basílica de San Pedro del Estadio Olímpico de Roma.
Por ajenos que parezcan Vaticano y futbol, su relación tiene añejos antecedentes. Hacia el año 1321, el papa Juan XXII se daba tiempo para dirimir una controversia futbolera: “A William de Spalding de la orden de Sempringham… Durante un juego de pelota y mientras él pateaba la pelota, uno de sus amigos, también llamado William, corrió en su contra y se lesionó con un cuchillo que cargaba, de forma tan severa que murió al cabo de seis días. La dispensación está concedida, ya que no hay culpa de William de Spalding quien, sintiendo profundamente la muerte de su amigo y temiendo lo que pudieran decir de él sus enemigos, ha escrito al Papa”.
Para 1521 se disputó en el Vaticano el primer partido de ese violento predecesor del futbol que era el Calcio Fiorentino y poco después los papas Clemente VII, León XI y Urbano VIII practicarían juegos consistentes en patear balones en plenos jardines de la Sede Apostólica.
Pasarían demasiados años hasta que un Santo Padre fuera genuino aficionado al futbol moderno. Juan Pablo II, cuyo pontificado coincidió con la explosión mediática del futbol, había jugado como portero en Polonia nada menos que para el equipo de una sinagoga judía de la localidad de Wadowice. Durante su papado recibiría a innumerables figuras del balón, pero estando ya muy mermado no logró reconocer al brasileño Ronaldo. “Santidad, le he traído estas dos camisetas. Una es del Inter, que es mi equipo. La otra es de la selección brasileña”, dijo el delantero, a lo que el Papa respondió con semblante confundido: “¿Entonces eres brasileño?”. Instantes más tarde, Su Santidad seguía buscando pistas y preguntó, “¿qué haces en Italia? ¿Juegas futbol?”.
Cuando el bávaro Joseph Ratzinger se convirtió en Benedicto XVI, el Bayern Munich intentó encarecidamente encontrar algún vínculo con la juventud del nuevo Papa, aunque su interés por el futbol siempre fue nulo. En repetidas ocasiones se referiría al potencial del deporte para educar y acercar (“debe convertirse cada vez más en herramienta para enseñar valores éticos y espirituales”), pero siendo el Mundial 2006 en su país, no se prestó a participar con algún mensaje directo (se publicaría una declaración suya previa al Alemania-Italia, aseverando “no tengo tiempo para esas tonterías”, la cual evidentemente no sucedió).
Sin duda, el Papa más futbolero de la historia ocupa hoy el Trono de San Pedro. El nexo de Jorge Mario Bergoglio con el club argentino San Lorenzo ya ha sido ampliamente explorado: su foto sosteniendo un uniforme y un banderín, su credencial de socio con el número 88235, su misa oficiada por el centenario de esta institución bonaerense, sus recuerdos al haber asistido al estadio Gasómetro durante la histórica temporada de coronación en 1946, sus risueños encuentros con multitud de futbolistas como recientemente Ronaldinho, la audiencia para recibir al San Lorenzo cuando conquistó su primera Copa Libertadores, su frase a un rabino argentino: “Tú representas a nuestros hermanos mayores, pero en realidad, estas por debajo de nosotros, porque le vas a Boca Juniors y yo soy de San Lorenzo, y siempre ganamos nosotros”.
El papa Francisco ha sido el mayor enlace entre esas dos religiones separadas por tres kilómetros paralelos al Tíber en Roma. Cultos vecinos que se han volteado a ver con desconfianza cuando el futbol italiano, en su afán de atender el mercado televisivo asiático, programó partidos en domingo por la mañana. Un Papa-hincha, justo cuando el balón, quién lo iba a decir, tiene más del doble de seguidores que la iglesia católica.