El pasado 9 de febrero, el senador por el estado de Vermont, Bernie Sanders, ganó las primarias demócratas de New Hampshire contra Hillary Clinton. Este autodenominado “socialista democrático” de 74 años concentró el 60.4 % de los votos, frente al 38 % conseguido por la exsecretaria de Estado. Si bien Sanders asentó un buen golpe a la campaña de Clinton, el pronóstico general se mantiene: la esposa del expresidente se llevará, ultimadamente, la candidatura. Al día de hoy, esto lo suscriben las casas de apuestas, las encuestadoras y la gran mayoría de los analistas.
En abril de 2015, cuando Sanders anunció su campaña a la presidencia, se generó cierta curiosidad mediática más no una expectativa de competencia real. Los medios ubicaron su campaña como una de muchas que, a sabiendas de una derrota inminente, solo buscan reflectores para promover sus agendas. Y creo que es verdad. Sanders, muy probablemente, entró a la contienda sabiendo que solo un cataclismo podría hacerlo candidato. Sin embargo, el nativo de Brooklyn recurrió a lo que el presidente estadounidense, Theodore Roosevelt, definió como “bully pulpit” –sin una traducción literal al español, se refiere a una posición u oficina pública que por su importancia, da a uno la oportunidad de transmitir sus ideas a una gran número de personas-. Una caja de resonancia social, pues.
Así, desde la interna demócrata, Sanders buscaría el que parece ser su objetivo más realista: obligar a Clinton a abordar su agenda para desplazarla un poco más a la izquierda. En estos términos, Sanders ha sido exitoso. Ha logrado reafirmar la importancia de dos grandes temas fundamentalmente: la desigualdad de ingresos y riqueza, y la excesiva influencia del dinero privado –sobre todo el corporativo- en la política estadounidense. Basta con ver los vídeos del Bernie Sanders del pasado –les recomiendo este– para darse cuenta que, por lo menos, lleva 30 años promoviendo las mismas ideas. Si de algo no se le puede tachar es de incongruente.
Según el último reporte de Oxfam –confederación internacional de 17 organizaciones que trabajan contra la pobreza y en pro de la justicia social-, “el 1 % más rico de la población mundial posee más riqueza que el 99 % restante”. Estados Unidos, por supuesto, no es ajeno a esta forma de desigualdad. Según el mismo documento, “el 1 % más rico de la población acumula el 95 % del crecimiento económico posterior a la crisis”. Con respecto a la influencia del capital privado en la política, el propio expresidente Jimmy Carter ha declarado que Estados Unidos se ha convertido en una “oligarquía con soborno político ilimitado”, que subordina los intereses colectivos frente a los particulares (Rolling Stone, 2015). Ambos son problemas gigantes, ya que cualquier extremo siempre vulnerará la democracia.
La política es también momentos, agendas y posturas. No es solo llegar a un lugar y dictar desde ahí. Si bien uno aspira a esas oficinas por el poder y rango de acción que conllevan, personajes como Sanders no tendrían la relevancia actual si la política solo la hicieran los ganadores. Perder estratégicamente también es contribuir a un cambio.
Otro izquierdista del momento, el español Pablo Iglesias, dijo que “la obligación de un revolucionario siempre, siempre, siempre es ganar”. Cierto. Solo la victoria puede dar a los cambios profundidad, duración y legitimidad. Pero aun así, la quijotesca incursión de Sanders que, según él, promueve una “revolución política”, tiene la enorme oportunidad de dejar moraleja en el poder económico y político de Estados Unidos. Sí, sería una pequeñísima victoria, pero victoria al final.