En su nacimiento mismo, exactamente 125 años atrás, el penalti fue concebido como la mayor de las compensaciones posibles para quien hubiese sido víctima de una falta en el área del equipo contrario. El apodo original de este cobro, “La patada de la muerte”, dejaba clara su magnitud.
Con él se buscaba resolver la primera gran encrucijada del futbol desde la unificación del reglamento en el pub londinense Freemasons Tavern en 1863: que las infracciones, otrora involuntarias, crecían alarmantemente como mecanismo para privar al rival de una acción evidente de peligro. La ética victoriana y los afanes de fairplay caducaban sin remedio, obligando a lineamientos más punitivos y apegados a la realidad competitiva de este juego.
El cambió se precipitó el 14 de febrero de 1891: en
De entrada hubo porteros que, indignados, se recargaban en el poste mientras eran fusilados, pero esa nueva medida, que convertiría el área en fosa de clavados, llegó para quedarse. Incluso, dos de los más grandes enfatizaban cierto grado de injusticia: Pelé (“es la manera más cobarde marcar un gol”) y Alfredo Di Stéfano (“antes, cuando hacías un gol de penalti, le pedías disculpas al arquero”).
Ciento veinticinco años después de aquella derrota del Stoke en el estadio Trent Bridge de Nottingham, en otro 14 de febrero, pero ahora de 2016, Lionel Messi convirtió su penal en una insólita asistencia de gol para Luis Suárez.
Las lecturas son numerosas: si representa una falta de respeto al rival, si es parte del ingenio que hace grande a este deporte, si puede verse como homenaje (acaso involuntario) a un Johan Cruyff que hoy lucha contra el cáncer y décadas atrás cometió similar atrevimiento, si se expusieron a un ridículo mayúsculo de haber errado, si muestra la serenidad de éste Messi al haber pospuesto sonriente su gol 300 en liga española.
Todas las premisas anteriores tienen su cuota de verdad, pero hay dos nociones incluso más relevantes: la primera, que esa patada de la muerte, que imposiblemente podría dar mayor ventaja, elevó su complejidad con tal jugada; la segunda, que en una época de futbol en yo mayor, el Barça con más egos (alinean ahí nada menos que tres de los mejores cinco futbolistas del mundo), refuta al solo de violín en aras de la orquesta, al individuo por el colectivo, al lucimiento personal por la diversión y la camaradería.
Por poner el paralelo más cercano, no podemos imaginar a Cristiano Ronaldo, de por sí poco eufórico cuando sus compañeros anotan y no él, obsequiando su gol 300 (ni el 290 ni cualquier otro).
La indiscutible razón de esta era triunfal blaugrana, subyace ahí: que varios clubes tienen capacidad para comprar a muchas estrellas; que lo complicado es una convivencia tan feliz como la de Messi, Neymar y Suárez.
Dos días de San Valentín separados por un siglo y cuarto: de la mano de Hendry que generó la infracción que da mayor ventaja al contrario, al penal de Messi que convirtió la patada de la muerte en una jugada de tanta astucia como riesgo.