En ese microcosmos que es un escenario deportivo, en ese planeta del insulto y la descalificación, en ese submundo en el que se pretende reafirmar la superioridad propia al ponderar (o inventar) la debilidad ajena, la homofobia es una desagradable norma.
Si el rival protesta, si el rival defiende, si el rival golpea, si el rival arremete, si el rival es amplio en aplomo o ansiedad, si el rival es más o menos talentoso, si el rival gana con mayor o menor justicia: en todo caso, la respuesta suele ser tacharlo como homosexual.
En la sociedad, el común de las paranoias se sacian señalando al que parece diferente; en el estadio también, aunque con énfasis en lo que se califica como gay (que es todo). En la viril grada difícilmente veremos a alguien salir del closet o admitir esa preferencia, terreno de machos donde todos juegan con tal enjundia a ser hombres que se besan, tocan y abrazan entre extraños.
Su sobrina Amal, quien dirigiera un documental para explorar los tabúes y estigmas que rodean al tema, me explicaba unos años atrás: “Él tuvo el coraje de salir, de decir cómo era, cómo se sentía, ser honesto consigo mismo. Le trataron muy mal, incluso me da pena decirlo, mi padre no le trató muy bien. Mi padre siendo macho y jugando donde jugaba entonces no quería asociarse en eso. Ahora me da pena porque ni siquiera le recuerdan como un gran futbolista, le recuerdan como el gay que se suicidó. La gente se olvida, porque le ponen la etiqueta de gay y se olvidan de lo que fue y el talento que tuvo”.
Hacen falta demasiados esfuerzos en materia de educación. 85% de quienes participaron en una encuesta inglesa, consideran en riesgo a una persona abiertamente homosexual en las gradas de un evento deportivo.
Bajo ese volcán en permanente erupción, dos frases del último par de días: por un lado, Manny Pacquiao, noqueándose con sus prejuicios como nadie lo hizo en el cuadrilátero, al afirmar que los animales son mejores que los homosexuales; por otro, el lateral del París Saint Germain, Serge Aurier, al referirse a su entrenador, Laurent Blanc, con un insulto traducible como “maricón”.
En el caso de Pacquiao, ha sido producto de una postura religiosa, cuyo derecho tendría que frenar justo en donde ofende o estigmatiza a alguien. En el de Aurier, es el clásico mecanismo (en el futbol y más allá de él) para insultar con términos gays: si su director técnico es defensivo, si le falta valor, si no lo pone a él en la cancha, etc.
Dos situaciones de corte y trasfondo muy diferentes: uno, con fanática convicción; el otro, con el recurso más a mano para la descalificación. Dos situaciones que vienen mal a un deporte que no logra curarse de muchos males, siendo acaso uno de los primeros, el explicarlo todo a partir de la homosexualidad del contrario.