Y si el de los errores hubiera sido Müller, Lewandowski, Robben, Vidal, Ribery, Neüer, Götze o cualquier otro jugador de peso específico y no un joven de 21 años, hasta el sábado desconocido, que responde al nombre de: Joshua Kimmich; ¿hubiera reaccionado igual Joseph Guardiola?
El entrenador español presentó ante el mundo al juvenil alemán y lo hizo exhibiéndolo y dejándolo en ridículo, ante las cámaras de televisión. Una vez finalizado el juego ante el Borussia Dortmund, se dirigió hacia él para encontrarlo en la media cancha y reclamarle airadamente algunas situaciones tácticas. La reprimenda rebasó los límites de la autoridad que le confiere el club como jefe deportivo del equipo, porque, incluso, para hacer valer tal derecho se deben emplear las mejores formas, las más inteligentes y las que no pongan en juego la autoestima del jugador, como todo jefe, sea cual sea el área del trabajo.
Y cabe para todos. Cristiano Ronaldo se destapó con cuatro goles días después de menospreciar el talento de sus compañeros, no importa si hablaba del nivel, físico, táctico, mental o técnico. Juega en un e-qui-po, y como tal ganan y pierden. Y sí, a nadie le queda la menor duda que es el mejor jugador del conjunto, lo dicen los números y los salarios, es un fuera de serie y de los mejores que este deporte encontrará a lo largo de su historia; su autoridad futbolística es incuestionable, pero abusar de ella verbalmente resulta mal negocio para todos los que le rodean.
Y nos seguimos con el tema. Cuauhtémoc Blanco la tiene, más allá de lo que hoy le ha otorgado Cuernavaca. En la cancha también tenía voz de mando, ejercía su autoridad cuando quería y lo hizo el sábado en su despedida, sin importar que fuera un partido oficial. Sin importar que la camiseta hiciera visible que se había retirado hace tiempo. Abusó de su autoridad, jugando en cámara lenta hizo ver mal a sus adversarios. Hizo la cuauhteminha, dribló, corrió y ahogó el grito de un Estadio Azteca que vio volar la pelota techando al arquero, para tener como destino final el travesaño.
Fueron 36 minutos. No daba para más, pero suficientes para dejar en claro que como él, pocos, muy pocos; irrepetible, diría yo. Darwin Quintero ya lo esperaba como lo hacía el estadio entero, de pie; sabiendo que había sido la última del que, para muchos, representa exactamente al americanismo: odiado por su soberbia, pero ganador. Así se fue, aunque a fuerza de ser sincero no podemos estar seguros que en realidad haya sido el punto final, con él, nunca se sabe.