Tan imperativo como desenmascarar a los atletas dopados, como detectarlos y castigarlos, lo es no difamar, no desatar una cacería de brujas sólo sustentada en rumores o intuiciones, no acusar sin pruebas.
Parece increíble que la campaña francesa para resaltar el dopaje de deportistas españoles (esta semana, Roselyne Bachelot, ministra durante la presidencia de Nicolás Sarkozy, se sumó a los ataques a Rafael Nadal: “Cuando ves a un jugador de tenis que frena durante varios meses, es que ha sido encontrado positivo”), haya iniciado nada menos que en sketches cómicos, con el popular segmento de los guiñoles del Canal Plus.
Palabras demasiado fuertes y hasta irresponsables, no es justo que el mejor tenista que jamás haya actuado sobre arcilla y, por ende, en el Abierto Francés, viva sometido a una deslegitimación sólo sustentada en pareceres o conjeturas.
La realidad es que las últimas dos décadas del deporte español han sido mágicas: basquetbolistas como Pau Gasol, pilotos como Fernando Alonso, logros futbolísticos de la dimensión de un título mundial y dos europeos, motociclistas como Jorge Lorenzo, tenistas como el propio Nadal que también han conquistado para su país la Copa Davis, por supuesto ciclistas que, como casi todos en esa convulsa disciplina, viven bajo duda o ya han sido cachados.
No obstante, en el fondo también está una vecindad con su cuota de resquemores: España y Francia no solían exteriorizar tan claramente su rivalidad en el deporte, como sí Alemania y Holanda o Grecia y Turquía, por recurrir a dos ejemplos europeos. Como sea, ahí está: demasiados siglos de invasiones, discusiones, suspicacias, así como el viejo dolor español por el trato recibido en Francia durante los años en que brincaban la frontera como refugiados de la Guerra Civil o la dictadura de Franco. Un listado de afrentas que muchos remiten a 1525, cuando peleaban por unos territorios, pero que en lo deportivo se ha afilado muy recientemente con los choques en baloncesto entre sus respectivas selecciones.
De poco sirve que una figura política se meta en este debate sin pruebas. Nadal es hoy, mientras que ninguna autoridad del dopaje anuncie lo contrario, el mejor en la historia del torneo de Roland Garros con nueve títulos. Certamen no ganado por un raquetista francés ya desde 1983, cuando Yannick Noah se impuso a Matts Wilander (el propio Noah, se ha integrado desde hace ya un buen rato a esta ola de ataques y descalificaciones).
Sin importar su dimensión histórica, toda estrella deportiva que se haya dopado tiene que ser castigada y eventualmente privada de los trofeos ganados con trampa. Ahí están Lance Armstrong, Álex Rodríguez, Marion Jones, Ben Johnson y tantísimos más. Jamás quisiéramos ver el nombre de alguien como Nadal en esa lista, pero eso ya corresponde a la WADA, la federación tenística y demás organismos que deben de certificar el tema.
Todos los dopados tienen que ser desenmascarados, pero el camino a hacerlo no es, en forma alguna, difamando y dando por ciertas lo que son meras sospechas.
Aquí hay, más que eso, el afán de hacer deportivas las antiguas enemistades de una frontera sobre los Pirineos. Enemistades, importante recalcarlo, desaparecidas en lo económico y lo político desde mucho tiempo atrás.