Intento imaginar la perplejidad de un futbolista del pasado contemplando a los actuales cracks en sus intrincados y estrafalarios looks: si el cabello que no se mueve al cabo de noventa minutos de forcejeos y una docena de kilómetros de recorrido; si la banda o diadema para sujetarlo; si el medio tiempo para colocarse más gel y loción; si las cirugías estéticas comunes en sus rostros; si la frecuencia de los tatuajes que convierten hoy en excepcional a quien no presume ninguno; si los aretes o cualquier otro añadido; si las piernas y el pecho perfectamente depilados.
Intento imaginarlo porque para quienes practicaron el deporte hasta bien entrados los años ochenta, todo eso iba en socavo de la virilidad intrínseca al futbol. En un deporte en el que había orgullo de sudar, enlodarse, incluso sangrar y exhibir cicatrices, lo de menos era perder el estilo en la cabeza.
Muchos establecen que el genuino cambio llegó con David Beckham a fines de los noventa, aunque no fue sólo su atractivo físico; futbolistas deseados por el sexo opuesto y con rol modélico para el propio, los hubo casi desde que esta actividad pasó de deporte a espectáculo de masas, con lo que nació la idolatría e incluso la imitación.
Como sea, el periodista británico Mark Simpson, quien acuñara el término “metrosexual” y de inicio citara a Beckham como ejemplo, definía: “No consiste sólo en tratamientos faciales y portar bolsos de hombre, en delineador de ojos para varones y sandalias. No se trata de que los hombres se conviertan en ´femenino´ o ´gay´. Se trata de hombres convirtiéndose en todo. Para sí mismos. Del mismo modo que se ha alentado a las mujeres a hacerlo”.
El propio Simpson lanzó un nuevo término, “spornosexual”, juego de palabras que incluye deporte y sexualidad. “En Europa el deporte es el nuevo porno gay”, advertía, abundando sobre los futbolistas: “Ávidos de incrementar su éxito, están activamente buscando tener estatus de objetos sexuales en un mundo post-metrosexual y cada vez más porno. En otras palabras, ya no son sólo estrellas del deporte, sino estrellas “sporno”.
En el fondo, los actuales cracks se comportan como lo haría el común de las personas de su edad si tuvieran su dinero, fama y fortaleza física; nada que criticarles si cumplen con sus equipos y aficiones. Bajo esta premisa, lo único no negociable es su trabajo; pueden hacer lo que gusten y exhibirse como deseen, si a la par crecen en el trato del balón, elevan su lectura del juego, ponen sus condiciones a la orden de un colectivo, cuidan una condición física que les permita tantísimos partidos al años con tamaña exigencia atlética (algo que, quienes les precedieron, cabello y cutis descuidado al margen, difícilmente habrían podido siquiera imaginar).
Saco este tema a colación por lo sucedido con Gareth Bale en el último cotejo del Real Madrid: se pasó medio minuto desobligado de marcar o colaborar con su equipo, por ajustarse lo que sea que usa en el cabello. Tanto arreglo, tanto respeto a su diseño de imagen, tan inoportuna vanidad, lo hicieron olvidarse de efectuar su labor en una noche espantosa para la causa merengue.
Sin duda, ese universo de cremas faciales y énfasis estético, habría extrañado a quienes antes jugaron. Pero renunciar al partido por corregirse el look, les generaría un escándalo.
Solía decirse que quien no se esforzaba o ganaba sin mayor esfuerzo, había jugado sin despeinarse. Lo de Bale, con unas condiciones atléticas que pocos en la historia han tenido, fue incluso peor: dejó de jugar para peinarse.