Ningún síndrome es más peligroso en la cancha que el de Goliat: el de sobrarse ante el que luce débil e incapaz de hacernos daño, el de saberse poderoso y no saber cargarlo, el de pensar que basta con mostrar el uniforme para resolver una eliminatoria.
Bajo esa premisa, es curioso –por no decir paradójico– que el Real Madrid, acaso el equipo que durante mayor cantidad de años en la historia ha sido visto como colosal e intimidante tiburón, padezca últimamente de esa forma: si desde tiempos inmemoriales alguien ha sabido soportar la presión de ser grande, es en específico el cuadro merengue.
Y, sin embargo, el naufragio de Wolfsburg, que bien le puede costar quedar fuera de Semifinales europeas por primera vez en seis años, fue por sentirse más. Toda la solidaridad derrochada contra el Barcelona, todo el espíritu gregario que conmovió en el Camp Nou, toda la humildad sobre la cual se asentó el triunfo en el Clásico, desaparecieron este miércoles: ¿por qué?
También recurriríamos (perdón, admirados psicólogos) en el diván a la doble personalidad, el síndrome de Jeckyll y Mr. Hyde, pero acaso también porque los merengues han contraído uno de sus peores padecimientos: que habituados a saber ser y gozar ser Goliat, ahora juegan más cómodos como apocado David.
Tanto y tan absurdamente se habló de que el sorteo de Cuartos de Final había estado amañado para ayudar a los blancos, tanto y tan prematuramente se aseguró que no habría competencia del otro lado, tanto y tan irrespetuosamente se aseveró que el Wolfsburg era de chocolate, que el Madrid terminó por creérselo.
Extraño deporte en el que se puede ganar perdiendo y perder ganando. El Madrid se impuso al Barcelona en un partido irrelevante en términos competitivos, pero la victoria ha supuesto lo último que se hubiese querido en el Bernabéu: lejos de salir reforzados mentalmente, los de Zidane se han visto mermados, distraídos, ausentes.
La vuelta ahora tiene tintes de ruleta rusa: bajo condiciones normales, este Madrid puede ganarle por dos y por tres a este Wolfsburg, pero recibir un gol implicará la obligación de clavar al menos cuatro.
Todo síndrome psicológico tiene aplicación a la cancha, porque finalmente ningún trastorno es más peligroso que el que se contagia pandémicamente en un colectivo. Pero ese síndrome de Goliat, si es que los expertos en la materia me permiten llamarle así, puede haber estropeado lo que quedaba de bueno al año madridista.
Se invocará al Madrid de las grandes remontadas, se enlistarán las grandes noches de resurrección, se apelará a la épica a falta de la lírica en la Ida en Alemania. Y, en el fondo, se hará sin demasiada convicción: porque se sabe del bajo presupuesto del rival, se sabe de su posición apenas entre los diez mejores de Alemania, se sabe de sus limitaciones contrapuestas a la abundancia madridista.
Quizá me he equivocado y sí existe futbolísticamente un síndrome todavía más dañino que el de Goliat: es el síndrome de subestimar a un equipo alemán, un mal padecido por generaciones y generaciones de deportistas que pagaron caro el no haber valorado el espíritu de su teutónico contrincante.