Hubo una vez una Europa destrozada. Cuando humeaba una pólvora sobre las ruinas de Berlín, ya algunos visionarios estaban buscando crear un parapeto, una resolución hecha con mimbres de acero y pensamiento profuso para que no tuviera que repetirse otro conflicto bélico. Se acababa de vivir la Segunda Guerra Mundial, que, en realidad, no fue sino una mala consecuencia de la Primera a principios del siglo XX.
Pero ya no podía volver a ocurrir. Europa se lamía de sus heridas entre el polvo, la muerte y la desesperación. El Viejo Continente estaba regado de muertos y ajusticiados. El nazismo y el comunismo hicieron el resto.
Por eso, para evitar una Tercera Gran Guerra y buscar una paz duradera, el entonces ministro de Exteriores francés, Robert Schumann, propuso la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, una excusa para la unión de Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos.
Pero se trataba más que el mero hecho de buscar la paz. Era una estructura económica e industrial con ideas renovadas que también las impulsaron políticos de la talla de Konrad Adenauer o Winston Churchill.
Lo que empezó siendo un sueño se convirtió en un continente de poder. Porque de los lejanos cincuenta a la actualidad, aquel grupúsculo de unión se transformó en un club de 27 naciones que hoy componen la Unión Europea.
Pero la vieja Europa adolece de ciertas fortalezas. El “me voy” de Grecia, que recuerda a la canción, terminó bien, porque como reza la melodía “no te has ido”. Lo mismo ocurre con Gran Bretaña. Su posible salida sería mucho más seria. Empezaríamos a hablar del principio del fin de la Unión que soñó Schumann.
Es verdad también que hay dos Europas que no llegan a entenderse. Los países del Norte, protestantes, con una concepción más liberal –no hay más que ver a Calvino o Lutero- y los del Sur, católicos y conservadores.
Pero han pasado muchos años desde la concepción de una Europa unida y hemos llegado a entendernos; al principio por la novedad, después por la solidaridad, ahora por la supervivencia; sí la supervivencia porque en esta política global de bloques, ahora más que nunca, Europa necesita estar unida. De poco serviría en un futuro una España aislada a pesar de sus nexos con América Latina o una Gran Bretaña con sus ramificaciones en Estados Unidos. Sería inservible, porque lo que ya hay que buscar es la supranacionalidad. El proteccionismo quedó enterrado o debería haber sido así desde hace muchos años.
Llegará un momento en que se cree la auténtica Confederación de Europa donde habrá un Presidente europeo con sus “delegados” en los 27 países. Ya están asentadas las bases. Hay un Parlamento y el euro, la moneda común europea; hay un espacio también sin fronteras. Pero queda aún mucho por hacer.
Cuando se ven los tristes éxodos humanitarios, la unión de naciones como en África o Asia, la solución pasa por esa Europa que soñaron alguna vez Schumann o Adenauer. Será la unión pero verdadera, sin anacronismos nacionalistas, en la que todos seremos uno. Las barreras políticas, idiomáticas, religiosas son rémoras, pero no insalvables.
Nadie escribió nunca que nada fuera fácil, y este reto de un continente supranacional puede convertirse en el salvavidas de los europeos.