En 1998, los precios del petróleo cayeron mucho más de lo que se derrumbaron a principios de año; por aquellos años México estaba en proceso de salir de la crisis de mediados de esa década, y la alternativa que se utilizó fue recortar el presupuesto una y otra vez.

 

Fue una medicina correctiva que le tocó aplicar a José Ángel Gurría, actual secretario de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, quien se estrenaba ese año como secretario de Hacienda de Ernesto Zedillo.

 

Ése fue un gobierno enamorado de la disciplina fiscal, pero ya para ese momento del sexenio habían desgastado sus posibilidades políticas de cambios estructurales, con todas las modificaciones que asumieron para rescatar la economía de la crisis.

 

Ése era el último momento que se tuvo donde una crisis podría generar la conciencia política suficiente de que había llegado el momento de modificar tanto a la industria energética como al sistema fiscal. Se perdió esa oportunidad.

 

A Pemex se le dejó a la deriva, se le consideró como inmortal ante sus excesos, y tanto gobiernos priistas como panistas se cansaron de explotar el tesoro del subsuelo para completar más de la tercera parte del gasto público.

 

Si algo se le tendrá que reconocer con el tiempo al gobierno actual es haber impulsado una reforma energética tan completa; si algo se le podrá reclamar es no haber acompañado esa gran modificación histórica de una reforma fiscal.

 

Hoy, que la crisis de Pemex le estalló al gobierno de Peña Nieto, nadie se acuerda de la responsabilidad por omisión que tuvieron los gobiernos de Salinas, Zedillo, Fox y Calderón y las legislaturas de la LIV a la LXI en la falta de soluciones de fondo.

 

Es el gobierno actual y los diputados y senadores actuales los que tienen que cargar con el peso de una empresa que si no está en quiebra es porque cuenta con el aval del Estado. Pero resulta evidente que las salidas son diferentes para una empresa con problemas que para una que pudo haber previsto escenarios de vacas flacas.

 

Hoy, el rescate de Pemex depende del dinero público y de la suerte. El trabajo de reorganización interna en la petrolera debe ser tan amplio como discreto, suficiente para que el cascarón que resulte sea sano y pueda permitir que germine un negocio petrolero competitivo cuando lleguen los mejores tiempos de esa industria.

 

Y es ahí donde interviene la suerte. Si los precios del petróleo se siguen comportando como hasta hoy, si continúa al alza la cotización de los barriles de la mezcla mexicana, habrá más ingresos para hacer frente a todos los pasivos de la empresa: jubilaciones, salarios, proveedores, bonos, etcétera.

 

Al mismo tiempo deberán esperar que la expectativa de un mercado menos deprimido en el futuro acerque a los inversionistas a las oportunidades que destapa tanto el mercado abierto a la inversión, como la posibilidad de asociarse con Pemex para hacer negocio.

 

Pero es efectivamente la suerte la que tiene que intervenir para que se mantenga esta curva de incremento en los precios.

 

Claro que al mismo tiempo una mejora en los precios de los hidrocarburos podría hacer olvidar la urgencia que hay de reconfigurar a Pemex en su organización obrero-patronal, en sus controles anticorrupción, en sus esquemas de eficiencia y seguridad.

 

Menor urgencia es igual a menor atención en un país como el nuestro. Y de paso retrasaría más la de por sí olvidada reforma fiscal pendiente.