A diferencia de lo que sucede en algunas instalaciones de Atenas 2004 reconvertidas en improvisados y atestados campamentos para refugiados, Eleonas ha brindado verdadera tranquilidad a las más de mil personas que ahí han sido instaladas.
Calificado como “Puerto seguro” por The Huffington Post, fue en Eleonas donde Ibrahim Al-Hussein, refugiado sirio, cargó la antorcha de Río de Janeiro 2016.
Campamento ubicado a 15 kilómetros del estadio con los arcos de Calatrava, a 4 km del viejo Panathinaiko que viviera en 1896 los primeros Olímpicos de la modernidad, a escasísimos 3 km de los mayores vestigios de la cultura ateniense, como lo son el Partenón y, debajo, el Templo de Zeus. Distancias cortas que, sólo bajo pretexto del fuego de Olimpia, la mirada del mundo se ha atrevido a recorrer esta semana.
Por un lado, llevar el simbolismo de ese fuego, de la paz y armonía con él relacionados, a donde están asentados quienes lo han perdido todo y tuvieron que abandonar su tierra, quienes viven con incertidumbre lo que seguirá mientras las fronteras balcánicas se cierran y el mundo pospone deliberaciones. Por otro, dirigir tantos y tan multinacionales reflectores a esa urgente causa, darle resonancia, repetir al planeta la vulnerabilidad de ese sector de la población.
Como miles de sirios, Al-Hussein sufrió una amputación. Y como miles de sirios, tuvo que dejar una casa en la que quedarse era incluso más riesgoso que trepar a una frágil barcaza para atravesar el Mediterráneo.
Al contemplar su imagen corriendo con esa antorcha, bien pudimos pensar en su carrera frustrada como nadador, cuya meta máxima era competir en unos Olímpicos. Otra opción fue recordar que, en Río 2016, por primera vez habrá un equipo de refugiados. Alguna más, remitirnos a atletas como Yusra Mardini, quien recientemente braceó por el Egeo arrastrando una balsa llena de personas que no sabían nadar y ahora, refugiada en Berlín, busca calificar a los próximos Juegos. O, inevitablemente, llorar por Samia Yusuf Omar.
Atleta que cargó la bandera de Somalia en la inauguración de Beijing 2008, Samia entrenaba para acudir a Londres 2012 cuando debió huir de su tierra. Un recorrido pavoroso por Etiopía, Sudán y Libia; un periplo en camión, coche, a pie por el Sahara, en el que fue secuestrada y atravesó territorios en guerra; un destino, Europa, que quedó a pocos kilómetros, acaso tan pocos como la distancia de Eleonas a ese corazón del olimpismo que es el Panathinaiko.
El cayuco o canoa en donde viajaba Samia, se hundió y la atleta pereció. Esas aguas que la llevarían a Italia, donde soñaba con ponerse en forma para estar en sus segundos Olímpicos, doblegaron a su patera.
Por eso hay tanto en qué pensar mientras observamos una y otra vez a Ibrahim Al-Hussein, sonriente, conmovido, digno, con la antorcha de Río por Eleonas. Porque ni Samia, ni Yusra, ni él, tuvieron alternativa a ser refugiados. Porque el fuego olímpico, pese a orígenes tan siniestros como el mismísimo aparato de propaganda nazi, tiene mucho que hacer hoy. Su mensaje ha de empezar por quienes viven la más endeble de las realidades: en esa misma Atenas, que no logra ser para todos un puerto seguro, o al otro lado del mar, en tantos sitios en conflicto.