Extraño el club que es adorado por dos sectores tan distintos: por un lado, los intelectuales más futboleros del país (Juan Villoro, Rafael Pérez Gay, José Woldenberg); por otro, jóvenes de entre 25 y 30 años, que por infancia cuentan sus títulos.

 

Más extraño si ese equipo, el Necaxa, no sólo tiene una afición célebre por reducida (los chistes noventeros siempre aludían al despoblado Estadio Azteca cada que los Rayos eran locales), sino que además ha ido sobreviviendo a enésimas mudanzas de ciudad y propietario.

 

Sí, el Necaxa es una institución rara y, no por ello (o quizá por ello), menos entrañable. Nombre que suena a otra época: sea por la añeja presa construida durante el Porfiriato en el estado de Puebla, sea por el conjunto que se desvaneció unos años atrás, sea por la noción de los Once Hermanos de la que apenas hay imágenes.

 

Lo indiscutible es que en la mente de toda una generación de aficionados mexicanos pervive un Ratón Zárate surcando cual bólido la banda de una cancha, y un Ricardo Peláez levitando para rematar, y un Álex Aguinaga de tan omnipresente difícil de entender que no eran varios, y un Alberto García Aspe lanzando misiles a punta de corajes y zurdazos, y un Ivo Basay en perpetuo romance con el gol, y un Nacho Ambriz derrochando liderazgo, y un Luis Hernández delantero total, y una defensa mañosa e inexpugnable con Vilches y Becerril. En pocas palabras, plantel inolvidable como pocos en la historia de nuestro futbol, ese que dirigió Manuel Lapuente.

 

La mayoría de aquellas estrellas se fueron al América, salvo por Aguinaga, en algo que siempre se relacionó con una enardecida petición del entonces presidente Ernesto Zedillo, necaxista enamorado por una anterior generación de cracks electricistas.

 

Así que, en su absurdo existir, el Necaxa desapareció y reapareció dos veces, fue a parar a Aguascalientes, se convirtió en cantera del club América (al que, igual, superó en éxito en los años noventa) y ahí sigue, a punto de volver al máximo circuito.

 

Como visitante ha ganado al Mineros de Zacatecas la ida de la final del Clausura 2016 y tiene en sus manos disputar el cotejo por el ascenso ante Bravos de Juárez. Un retorno que tendría simbolismo muy especial: para los intelectuales más futboleros del país, para esos señores que fueron niños en la era Aguinaga, para el futbol mexicano en general.

 

Por supuesto que dos plazas espléndidas separan a los Rayos de su regreso: primero Zacatecas, que nunca ha tenido representante en Primera División; segundo Juárez, con lo que el deporte ha logrado aportar por la armonía e identidad de esa frontera.

 

Como sea, los románticos que empiezan a ver los años noventa lejos en el retrovisor, ansían tener otra vez al Necaxa en la principal división. En su mente continúan Peláez, Basay, Aspe, Zárate y compañía, alzando trofeos. En su melancolía se mantiene ese extraño club que arrasó y tuvo la maldita suerte de seducir a quienes, una vez maduros, se descubrieron huérfanos de afición, con su equipo mudado y descendido.

 

En búsqueda del Necaxa: de lo que fue y, pese a su eventual ascenso, no sabemos si de nuevo será.

 

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