Cuando mis compañeros corresponsales de guerra Antonio Pampliega, José Manuel López y Ángel Sastre aterrizaron en la base militar de Torrejón de Ardoz en Madrid, tras casi un año secuestrados en algún punto de Siria, respiré aliviado. En sus rostros se reflejaba una mezcla de cansancio y de alegría, de saber a qué huele la libertad, mucho más cuando varios sayones les amenazaban, una y otra vez, con decapitarles en el clásico estilo de Al-Nusra o el DAESH.
Pero lo que más me llamó la atención fue su serenidad. La serenidad propia del reportero de guerra que sabe a lo que se enfrenta, y se enfrenta de cara.
En el fondo así somos todos los corresponsales de guerra, que buscamos la verdad y la denuncia simultáneamente para que el mundo se entere cómo se deja hacer esa injusticia, para que el mundo se entere de la convivencia entre los macrointereses y la injusticia.
A José Manuel, Antonio y Ángel les secuestraron entre Turquía y Siria, muy cerca de la ciudad de Alepo, la urbe más castigada y despedazada de toda Siria, tanto por los soldados del régimen de Al-Asad como por las tropas de ese mal llamado Estado Islámico, el DAESH.
¿Y qué hacían cerca de Alepo? Informar y denunciar contando cómo la ciudad se moría en sus propias cenizas sin que nadie de la Comunidad Internacional hiciera nada por solucionarlo.
Rusia dice que acabará con los rebeldes y el DAESH, faltando a la verdad como de costumbre. Vladimir Putin es el principal aliado de Bashar Al-Asad y, por consiguiente, lanza bombas a diestra y siniestra contra los rebeldes con “daños colaterales” entre la población civil.
Estados Unidos y Francia golpean desde el aire al DAESH, pero no se les ocurre utilizar su potente infantería -que, por otra parte, sería lo más eficaz-. No quieren fotografías de ataúdes procedentes de Siria al cementerio de Arlington; mucho menos ahora que Obama ya se va y hay elecciones en Estados Unidos en noviembre próximo.
Esta guerra de Siria con un DAESH que se expande hacia Egipto, Libia y el norte de África, unos rebeldes casi exangües que intentan no tirar la toalla y defender a su pueblo y unas tropas del régimen de Damasco apoyadas principalmente por Rusia lo único que ha conseguido es casi 300 mil asesinados en cinco años de conflicto y millones de desplazados. Son pobres infelices que sueñan con llegar a la Unión Europea, pero que ha cerrado sus puertas para que los desplazados no quebranten el “Estado del Bienestar”.
No me extraña que pensemos que nuestros políticos viven apoltronados entre el cinismo y la idolatría. Y lo que me ha dejado aún más perplejo, amigo lector, es que tras 10 meses de una angustia inefable del secuestro de mis tres compañeros, el Presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, no se dignó a recibirles en la escalerilla del avión que les traía de regreso a casa. Mandó a su número dos, Soraya Sáenz de Santamaría. Eso sí. Colgó un tuit de “¡Bienvenidos!”. Claro, es normal. Cuando llegaban mis compañeros llovía a mares, y era domingo. Es el día de descanso del Presidente, y, además, no se puede mojar. Es normal, es el mandatario en funciones, pero el Presidente al cabo.