Descender en la estación de Upton Park siempre será distinto. Porque al dejar el vagón te sorprendes al aire libre (y se filtra diagonal la tormenta), porque pisas una angosta plataforma con apenas salida por un costado (e magínenla atascada de aficionados con bufandas rojiazules y cerveza), porque el propio edificio da pinta de ser una fábrica abandonada en una esquina del East End londinense.
También porque en cualquier día de partido del West Ham podían verse volar burbujas en los andenes (dicta el preludio a las actuaciones hammers: “I´m forever blowing bubbles, pretty bubbles in the air”), porque cuando hubo derbis frente al Millwall se convirtió en peligrosa trinchera y porque pese a albergar el equipo más tradicionalmente inglés, la zona tornó en el rincón más multicultural de esa capital.
Es tocar la calle y toparse con el Queens Market que, como todo el East End, varió de acuerdo a las migraciones que se instalaban en el área más marginal de Londres: de inicio fue judío y al tiempo se hizo afroantillano, hasta hoy hacernos sentir en algún pasillo que hemos llegado a Bangladesh y en otro que hemos viajado al sureste asiático.
Una cuadra más por esa Green Street, saturada de olor a especias y de venta de Full English Breakfast a 3 libras (una ganga), para que emerja esa fachada de castillo que es el Estadio Boleyn Ground, más conocido con el nombre de la estación, Upton Park. Lo de Boleyn, forma inglesa de Bolena, siempre se asoció con que, se aseguraba, la controversial segunda esposa de Enrique VIII vivió por esa zona, algo nunca probado.
Como sea, el que fuera desde 1904 y hasta este martes el hogar del West Ham, se aferró a esa leyenda urbana y no sólo nombró como a Ana Bolena al estadio, sino que terminó por colocar un castillo en la fachada y en pleno escudo del club.
El West Ham ha sido la gran academia inglesa. De ahí surgieron campeones mundiales en 1966 (el capitán Bobby Moore y el triple goleador en la final Geoff Hurst), así como figuras recientes como Frank Lampard, Rio Ferdinand, Michael Carrick, más algunos que se fueron antes de debutar como John Terry o Sol Campbell.
La mudanza del club al Estadio Olímpico, ubicado a cuatro kilómetros, marca el cierre de una bellísima historia. Ahí se forjó el equipo más enraizado en la clase trabajadora londinense (pervive el apodo de irons o hierros); ahí se procreó la institución más cercana a ese dialecto cockney que sustituye todo con rimas (ejemplo: bread and honey, para decir money); ahí renació el escenario aparatosamente dañado por bombardeos en la Segunda Guerra Mundial; y ahí el nombre de Ana Bolena, que tanto revela de la excepcionalidad y ruptura religiosa inglesa, se mantuvo en la entrada principal.
Futbol a medio metro de la línea de banda. Futbol con burbujas en los aires a cada inicio de partido. Futbol, el más inglés, a medio Bangladesh. Futbol que a cada sábado convertía ese encharcado y angosto andén de la estación, en un altavoz que repetía al infinito la frase “West Ham ´till I die!” o, el canto largo, “I do like to be inside the Boleyn. I do like to be at Upton park”. Futbol que, este martes, dejó de ser.