En México, las campañas electorales se tratan de todo menos de la ciudadanía. Se tratan de ladrones y violadores, de narcotraficantes y golpeadores, de quién ha robado más o de cuál es el “menos peor”. Se intercambia lodo, no propuestas. Son aspectos así los que cansan a la gente, los que la llevan a preguntarse si la democracia llegó para mejorar la colectividad o para desordenarla.

 

En particular, esta temporada electoral ha tocado nuevos fondos en Veracruz y Tamaulipas. Aquí, el proceso por el que luchó Francisco I. Madero se ha reducido a un concurso de estridencia. En el suelo jarocho, los punteros –y primos hermanos- se han acusado de prácticamente todo. Los temas van de la pedofilia al saqueo de fondos públicos, de intervenciones telefónicas a propiedades en el extranjero, de redes criminales al impresentable gobernador saliente. La calidad de vida de los veracruzanos no parece ser un tema relevante.

 

En Tamaulipas, la contienda se concentra más en el narcotráfico y el crimen, pero la esencia es la misma: lodo y ruido, y la gente al último. La semana pasada, en esta entidad, se mostró una cara recurrente de la guerra sucia: se presentó como “prueba” de supuestos nexos criminales, una foto alterada, tomada en 2013. Se pretendía asociar a una de las dos campañas punteras con grupos violentos. El otro partido tuvo que pedir disculpas cuando se reveló que la foto era falsa. Sin embargo, ¿cuántas veces se conoce la realidad tras una imagen o un rumor así? Casi nunca.

 

No es la primera ni será la última vez que la política se reduzca a lodo. Pero por eso mismo, la ciudadanía debe empezar a sospechar de todo contenido político que sus ojos vean y sus oídos escuchen. Como en el caso tamaulipeco, los mexicanos merecen saber quién les quiere engañar o confundir, para así poder castigarlo en las urnas. La guerra sucia no debe controlar el proceso político que costó varias décadas edificar. Por supuesto no hablo de regular de alguna forma la libertad de expresión –sería impensable e imposible-. Hablo de subir el costo electoral de pretender engañar a los mexicanos.

 

La sabiduría colectiva nos dice que “cuando el río suena, agua lleva”. Pero esto ya no aplica necesariamente. Es bastante sencillo –y barato- inventar algo sobre alguien y difundirlo entre miles de personas. Todo el que haya comprado publicidad en Facebook, por ejemplo, sabe que con tres o cuatro mil pesos, uno puede llevar esa información a cientos de miles en pocos días. Asimismo, el avance tecnológico debería habernos convertido ya en suspicaces automáticos de lo visual y lo sonoro. Ya es muy fácil alterar, con buena calidad, cualquier foto o audio. No digo que estos materiales se desechen sin reparo; habrá los reales. Sólo que debemos ser más cautelosos en qué asumimos como verdad. Reducir el proceso electoral a meras acusaciones es fallarle a quienes buscaron pluralizarlo.

 

Lamentablemente, la guerra sucia se usa porque funciona. Su meta principal no es generar creyentes automáticos, sino sembrar una duda para que, con algo de suerte y reiteración de mensaje, florezca un prejuicio. Se ha comprobado que en la mayoría de los casos, la información negativa se aloja en nuestras mentes con más peso, y durante más tiempo, que la positiva. Facilitar que el votante castigue al mentiroso no es sencillo, claro está. Pero, como en artículos anteriores, debo reiterar la responsabilidad y la utilidad de los medios de comunicación en este ciclo.

 

A sabiendas del dinero que les genera, de sus agendas ocultas, o de ambas, muchos medios replican o inventan rumores. Pero también pueden ayudar al proceso verificando la información que fluye. Ejercicios como El Sabueso, de Animal Político, o El Polígrafo, de Milenio, son buenos ejemplos de acciones periodísticas al servicio del lector –o el elector-. El primero analizó, por ejemplo, si la cobertura petrolera realmente generó más de 107 mil millones de pesos en ingresos en el cuarto trimestre de 2015, como reportó Hacienda –aseveración que calificó de “verdadera”-. Y el segundo catalogó como “verdad a medias” un comentario del candidato panista al gobierno de Tamaulipas sobre los homicidios, secuestros y extorsiones en la entidad. En Estados Unidos se les conoce como fact checkers –verificadores de hechos.

 

Éstos no son completamente ajenos a sesgos, pero entre más fact checkers, mejor. Usualmente se concentran en temas de política pública o de coyuntura electoral desligada a la guerra sucia. Pero si verificaran partes sustanciales o potencialmente decisivas de esta última, estarían mucho más completos. Así como califican posturas sobre ingresos petroleros o delincuencia, ¿por qué no calificar, con grados de veracidad –o por lo menos de no confirmación- el delito que el candidato X atribuye al candidato Y? Por ejemplo: si X afirma que Y es un violador, los fact checkers, habiendo investigado previamente, concluirían que “no se puede comprobar” un argumento así. Incluir esta perspectiva en los fact checkers mexicanos los haría mejores y más cotidianos y, de paso, se ampliaría el importante favor que hacen a la democracia en México.